El almuerzo fue una sinfonía de sabores y risas. El aroma a pollo asado, a especias y a pan recién horneado llenaba la casa, un olor reconfortante que me hizo sentir que, por primera vez en mucho tiempo, estaba en el lugar correcto. Me senté en una mesa redonda de madera, que estaba en el jardín, rodeada de Lorena y Valentín, que me hablaban de sus viajes, de sus aventuras, de sus vidas. Dumas, que se sentó a mi lado, me tomó la mano por debajo de la mesa y la acarició suavemente, un gesto de apoyo que me hizo sentir segura.
Lorena era una mujer con una sonrisa cálida que iluminaba cada rincón de su rostro, y sus ojos, de un color avellana profundo, me miraban con genuina amabilidad. Me sentí tan cómoda con ella, que las palabras fluían con una facilidad que me sorprendió, como si la conociera de toda la vida. Valentín, por su parte, era más silencioso, pero sus ojos amables y su sonrisa sincera me hicieron sentir que me aceptaba completamente. Ambos me miraban con curiosidad que no t