El trayecto en coche a la casa de los padres de Dumas se sintió como un viaje en el tiempo, un salto de la seguridad de nuestro hogar a un territorio desconocido. Mi corazón latía con fuerza, un tamborileo nervioso que traté de ocultar con una sonrisa forzada. Mis manos, que estaban en mi regazo, estaban húmedas. Los edificios de la ciudad se fueron haciendo más pequeños, y el paisaje cambió a uno de campos verdes y casas grandes y elegantes.
—Aina, mi Lady —me dijo Dumas—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien —le respondí, tratando de sonar más confiada de lo que me sentía—. Solo un poco nerviosa.
—No tienes nada de qué preocuparte —me afirmó.
Llegamos a la casa, una mansión de estilo colonial con un jardín lleno de rosas. Me sentí como si estuviera en una película, una película en la que no pertenecía. Las puertas se abrieron, y allí estaban ellos. Un hombre alto y elegante, con el cabello plateado y unos ojos amables, y una mujer, con el cabello oscuro y una sonrisa cálida que me hizo sent