La cena fue más que perfecta. Dumas y yo hablamos de todo y de nada, la conversación fluyó con una facilidad que me hizo sentir que éramos viejos amigos, dos almas que se habían encontrado en un momento de caos y que ahora, por fin, tenían un respiro. Me habló de su viaje, de la preocupación que había sentido por su padre, y del alivio de saber que todo estaba bien. Me reí de sus chistes y le conté mis anécdotas más tontas sobre mi infancia en el campo, detalles que no había compartido con nadie en años. Sentí que la distancia entre nosotros se había disipado, reemplazada por una conexión que era tan natural como respirar. Había una ligereza en el aire, una sensación de que lo más difícil ya había pasado y que ahora podíamos construir algo nuevo, lento y con confianza.
Cuando la cena terminó, me miró y me preguntó, con una sonrisa en sus labios, si quería ir a caminar.
—Me encantaría —le dije, mi corazón dando un pequeño salto de emoción. La noche era joven y yo no quería que terminar