Inicio / Romance / Pasión subversiva / Gabriel / ¡Te la puñeteaste viendo mis bubis!
Gabriel / ¡Te la puñeteaste viendo mis bubis!

Desperté con la cabeza hecha un desastre, como si alguien hubiera metido mis pensamientos en una licuadora y apretado el botón de máxima potencia. La vida no da tregua. Margarita me llama unas quince veces al día, como si fuera mi jefa en lugar de mi exnovia, y siempre la encuentro esperándome a la salida de la tienda, con esa mirada que oscila entre “te amo” y “te mato”. Luego está Luciana, la chica del mensaje, que sigue enviándome fotos cada vez más calientes. Cada noche, cuando el silencio de mi cuarto me aplasta, abro esas imágenes y trato de armar su cuerpo en mi mente, como si fuera un rompecabezas erótico. Me pregunto quién es, qué vida lleva, qué la llevó a mandar esa primera foto a un desconocido. Quiero saber más de ella, pero algo me frena. Miedo, tal vez. O la certeza de que, después de Margarita, meterse con otra chica intensa podría ser el segundo peor error de mi vida.

Bajo a la cocina, todavía aturdido por los sueños donde una chica de cabello castaño y ojos café pálido me persigue. Su imagen es tan vívida que, por un momento, creo que es real. Pero no, es solo mi cabeza jugando conmigo. O eso pienso hasta que escucho voces en la sala. Me detengo, con el corazón en la garganta, imaginando otra escena de mi padre, Gonzalo, con alguna de sus conquistas. Y, claro, ahí está: una chica joven, desnuda, parada en medio de la sala como si acabara de salir de una película para adultos. Me ve, se sonroja y corre tras mi padre, que se retira sin decir palabra. Desayuno solo, rodeado por el eco de un hogar que alguna vez fue cálido, pero que ahora se siente estéril, como un museo de recuerdos rotos.

Deambulo por el patio, tratando de sacudirme la imagen de Luciana. “Deja de pensar en ella”, me digo en voz alta, como si el viento pudiera llevarse mis obsesiones. Pero no funciona. Desde que esa foto llegó a mi celular, mi vida dio un vuelco. Esa chica, con sus pechos perfectos y su lunar rojo, es como un imán. No solo me excita; me intriga. Me hace sentir vivo en medio de este desastre que es mi existencia.

—¿Gabriel, vamos a comer? —la voz de Carlos me saca de mi trance.

—Claro, vamos —respondo, fingiendo normalidad.

—¿Estás bien? ¿Pasa algo? —pregunta, mirándome con esa mezcla de curiosidad y preocupación que solo un amigo de trabajo puede tener.

—Todo bien —miento, aunque tranquilo es lo último que estoy.

Desde que Luciana irrumpió en mi vida, todo se desbocó. Su foto fue como un puñetazo: no solo por lo que mostraba, sino por el parecido con la chica de mis sueños. Tiene que ser una broma del destino.

Caminamos hacia el local de tacos de siempre, y Carlos intenta sacarme conversación. Pero estoy perdido, revisando mi celular, mirando una y otra vez esas imágenes. Sus muslos, su piel, sus palabras cargadas de lujuria. Me tienen atrapado.

—¡Para de jugar con ese maldito celular! —exclama Carlos, harto—. Me estás volviendo loco.

Tiene razón. Guardo el teléfono, avergonzado, y pido una cerveza y unos tacos. Justo cuando intento concentrarme en la charla, mi celular vibra. Número desconocido. Respondo sin pensar.

—¡Hola! —dice una voz eufórica, dulce, con un toque de picardía. Mi corazón da un salto. Es ella. Luciana.

—¿Quién es la dueña de esa maravillosa voz? —respondo, tratando de sonar relajado mientras me levanto de la mesa y me alejo de Carlos, que me mira con una ceja arqueada.

—¿Sigues ahí? —pregunta ella, con un tono que suena a reproche juguetón.

—Aquí estoy —respondo, aclarándome la garganta. Mi pulso está por las nubes.

—Bien, entonces, si ya sabes quién soy, ¿me podrías atender? —dice, y juro que puedo escuchar su sonrisa.

—Nunca pensé que me llamarías —admito, sorprendido.

—¿Interrumpo algo importante? —pregunta, y hay un dejo de inseguridad en su voz.

—No, para nada. Solo me tomaste por sorpresa.

Silencio. La escucho balbucear algo, como si dudara. Luego, dice apresuradamente:

—Tengo que colgar, recordé algo importante. Adiós, “Extraño”.

Cuelga, y yo me quedo parado, expulsando el aire que no sabía que estaba conteniendo. ¿Cómo es posible que una voz, solo una voz, me ponga así? Hace tiempo me juré no volver a caer por nadie después de Margarita. Lo último que necesito es enredarme con una chica que no conozco, pero que ya tiene mi cabeza hecha un desastre.

—¿Quién era la víctima esta vez? —pregunta Carlos cuando vuelvo a la mesa, con una sonrisa burlona.

—Hmmm, Miguel —miento, porque no quiero darle más material para sus bromas. Es difícil mentir a alguien que te conoce, pero a veces no hay de otra.

Salimos del local y regresamos a la tienda. Justo antes de entrar, un mensaje de W******p. Es Miguel:

—¡Qué onda, perdido! ¿Dónde andas?

Respondo que estoy en la tienda y me pide que vaya a la academia. No lo pienso dos veces.

—Ahí estaré, hermano.

Pero antes de guardar el celular, siento una respiración en el cuello. Margarita. Aprieto los labios, conteniendo la urgencia de gritarle que me deje en paz.

—Margarita, por favor, ¡ponte a trabajar! —le digo, y, milagrosamente, capta que hoy no estoy para sus dramas.

Dentro de la tienda, Verónica, la nueva empleada, me mira como si fuera una estrella de rock. Cada vez que hablo con ella, suelta risitas tontas e intenta tocarme el brazo, lo que hace que Margarita gruña como lobo. Es un campo minado. Carlos y Esteban son mi salvavidas en este caos. Carlos, con su calma y su amor por la buena música, entiende que no soy un idiota que finge ser malo. Esteban, bueno, es “normal”, pero su humor crudo me saca sonrisas. Mi vida profesional, en cambio, es un sueño en pausa. Siempre quise ser ingeniero, destacar con números y cálculos, ser excelente. No conformarme con ser “bueno”. Pero aquí estoy, atrapado en los negocios de mi padre, sacrificando mi carrera por un hombre que no puede superar que su hijo sea gay.

—¡Oye, Carlos! —lo llamo, ignorando la mirada fulminante de Margarita—. Saldré a ver a Miguel en la academia. Tú estás a cargo.

—¿Por qué no estoy yo a cargo? —protesta Margarita, y Esteban suelta una risa seca.

—Porque eres una psicópata que quiere matar a toda mujer que entra a la tienda —responde él, sin filtro.

—Ve tranquilo, Gabriel —dice Carlos—. Yo cierro, hago el inventario y domo a estas fierecillas.

—Gracias, hombre —respondo, aliviado.

Confío en Carlos. Lleva aquí desde que yo tenía diecisiete, cuando mi madre aún vivía. Es de la casa.

Salgo, sintiendo las miradas de Margarita y Verónica como puñales en la nuca. Enciendo un cigarrillo, el segundo del día, y masajeo mis sienes. Estoy seguro de que mi padre no ha pagado los servicios de la academia, y tendré que encargarme, como siempre. Miguel me ayuda en lo que puede, pero es un terreno minado con Gonzalo. Me recargo en el auto, fumando tranquilo, cuando llega otro mensaje de Luciana. Una foto. Sus muslos desnudos, su mano estratégicamente colocada. Mi cuerpo reacciona al instante, y una sonrisa se me escapa. Esta chica es un peligro, pero uno que no quiero evitar. Guardo la imagen, sabiendo que no debería, pero incapaz de borrarla. Esas fotos, sus palabras, me tienen al borde de la adicción. Al principio, la juzgué por mandar fotos a un desconocido, pensando que podía ser un error garrafal. Pero luego noté que nunca muestra su rostro. Es lista, aunque loca. Y eso me gusta.

Apago el cigarrillo, lo tiro a la basura y subo al auto. Tengo que concentrarme en Miguel, no en ella. En la academia, los empleados me saludan con complicidad. Saben que vengo a apagar incendios: nóminas atrasadas, servicios sin pagar. Lizbeth, la recepcionista, me recibe con una sonrisa que ilumina el lugar.

—¿Cómo está la mujer más bella del mundo? —le digo, devolviéndole la sonrisa.

—Feliz porque mis niños están aquí —responde, besándome la mejilla—. Me alegra verte, Gabriel.

—Discúlpame por tardar, he estado con los otros negocios. ¿Me das un informe de los tres problemas más urgentes?

—Claro, cariño, en un dos por tres —dice, con esa calidez maternal que siempre me reconforta.

—¿Sabes dónde está Miguel?

—En la clase de salsa con Jorge, volviendo locas a las niñas —responde, guiñándome un ojo.

—Le gusta cuidar el rancho —bromeo, y ella ríe.

Camino por el pasillo, observando las clases. Flamenco, tango, ballet. Me detengo frente al salón de ballet, hipnotizado por una chica morena que gira sobre las puntas de sus pies. Es frágil y fuerte a la vez, como una muñeca de porcelana que podría romper el suelo con un movimiento. Mi madre, una bailarina increíble, fundó esta academia cuando yo tenía seis años. Es el negocio que más quiero, el que guarda su esencia. Pero también es una carga más en mis hombros.

La instructora, conocida como “la Dictadora”, me fulmina con la mirada cuando la chica pierde el equilibrio por mi culpa.

—¿Le importaría retirarse, señor Garza? —dice, con un tono que intenta ser amable.

Me disculpo y sigo mi camino hasta el salón 6. Abro la puerta y veo a Miguel en la cabina de música, con el ceño fruncido. Cuando me ve, su rostro se ilumina. Corre hacia mí y me abraza como si no nos hubiéramos visto en años, aunque solo han pasado dos semanas.

—Hermano —dice, apretándome fuerte.

—¿Cómo estás? —pregunto, revisándolo como si fuera su padre, asegurándome de que esté bien.

Haría cualquier cosa por él, incluso vender un riñón.

—Muy bien —responde, con esa chispa que me recuerda por qué lo admiro—. No le daré gusto a nadie de verme triste. Ya lloré lo que tenía que llorar. Ahora a seguir.

—Así se habla —lo abrazo de nuevo, riendo.

—Eres un dramaturgo —bromeo, y me da un golpe juguetón.

—Gabriel, ahora que llegaste, la atención está peor. Estas chicas son como gatas en celo —se queja, señalando a las alumnas.

Miro hacia el salón y veo a Jorge instruyendo a una chica con una licra tan ajustada que parece pintada. Su trasero es espectacular, y no puedo evitar mirarla.

—Jorge dice que es francesa —murmura Miguel, siguiéndome la mirada.

—Es muy hermosa.

Río, porque estoy pensando lo mismo. Nunca creí que los franceses pudieran bailar salsa con tanto ritmo.

Jorge pide a Miguel que ponga la música, y la chica se mueve contra él con una sensualidad que me hace cuestionar cómo Jorge, siendo gay, no se inmuta. La clase se convierte en un caos de suspiros y gritos, y yo me alejo para no distraer más. Pero entonces, Jorge hace girar a la chica, una, dos, cinco veces. Ella se suelta, tambalea, y está a punto de caer. Miguel la atrapa justo a tiempo.

—Te tengo —dice, con su voz ronca.

Ella abre los ojos, y mi mundo se detiene. Esos ojos café pálidos, ese cabello castaño. Es ella. Luciana. La chica de las fotos. Mi mente se dispara, imaginándola desnuda, sus pechos en mis manos. Quiero correr, quitarle la blusa, besarla hasta que el mundo desaparezca. Pero me contengo. Ella no sabe quién soy, y yo tengo la ventaja.

—¿Todo bien, muñeca? —pregunta Miguel, y ella se tensa.

—¿Cómo me llamaste? —responde, con los ojos abiertos como platos.

—Te llamé muñeca —dice él, confundido.

Y entonces, explota. Lo empuja, lo señala y grita:

—¡Eres un pervertido, viste mis bubis!.

La clase se queda en silencio, y yo no puedo evitar reírme. Es un desastre, pero es adorable. Miguel, sorprendido, intenta defenderse, pero ella sigue:

—¡Te la puñeteaste con mis tetas!

Jorge, con una sonrisa divertida, sugiere que continúen afuera. Ella sale casi corriendo, y Miguel la sigue. En el pasillo, le da una bofetada que resuena como un trueno.

—Acabas de abofetearme —dice Miguel, atónito.

—¿Y qué querías, enfermo? ¡Te masturbaste con una foto de mis senos! —grita ella.

—Los chicos nos masturbamos frecuentemente, más cuando vemos algo como tú en cueros —responde Miguel, y yo me doblo de la risa—. Pero tú andas enviando fotos cachondas a desconocidos.

—Fue un error, no era para ti —admite ella, avergonzada.

Jorge interviene:

—Francesita, no suena muy inteligente enviar fotos de tus chichis, ¿no sabes que pueden salir a la luz?

Ella baja la mirada, y sus ojos se humedecen. No me gusta verla así. Me parte el corazón.

—Siento haberte golpeado —dice, jugando con sus manos—. Estaba ebria y enfadada.

—No hay problema, muñeca —responde Miguel, con una sonrisa conciliadora.

Ella suspira, mira hacia el salón y murmura que debe volver a clase. Jorge la guía de regreso, y Miguel se frota la mejilla, mirándome con reproche.

—Que cabrón eres. Lo entendí todo desde el principio y me dejaste morir solo —se queja.

—Perdón por eso —respondo, riendo.

—Al menos esta tiene un grado de locura aceptable —dice, y yo sonrío.

Quiero ir tras ella, pero sé que debo ser cauteloso. Luciana es un huracán, y yo no sé si estoy listo para dejarme arrastrar.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP