Mundo ficciónIniciar sesiónMichaela jamás imaginó que su primer día en la empresa de marketing más poderosa del país se convertiría en el inicio de un juego peligroso. Él estaba allí. El hombre con el que se cruzó por casualidad, el desconocido que la hizo temblar con una sola mirada… era su nuevo jefe. Nicolás Blackwell, CEO temido y enigmático, guarda secretos oscuros y un pasado marcado por la traición. El amor no existe en su mundo, solo el control y los pactos prohibidos. Y Michaela, contra toda lógica, acaba atrapada en su red. Entre contratos ambiguos, miradas que arden y un deseo que la consume, Michaela deberá decidir hasta dónde está dispuesta a llegar. Pero no todo se reduce a él. Claudio, un hombre encantador y seductor, aparece en su camino dispuesto a protegerla de Nicolás… y quizás también a reclamarla. Celos, obsesión y deseo se entrelazan en una trama donde nada es lo que parece. Porque amar a un hombre como Nick significa ponerlo todo en riesgo: su carrera, su corazón… y su libertad.
Leer másLa lluvia caía como si el cielo tuviera algo que purgar. Michaela caminaba rápido, demasiado rápido para los tacones que llevaba, pero necesitaba alejarse del restaurante y de las conversaciones vacías sobre cifras, proyecciones y contactos que nunca llevarían a ninguna parte. Ericka iba a su lado, hablando de algo —¿el hombre de la mesa seis?, ¿un nuevo cliente potencial?—, pero las palabras se perdían en el ruido de la ciudad.
—Mic, para. —Ericka la detuvo bajo una farola, el resplandor amarillento haciendo que sus rizos castaños brillaran como cobre mojado—. No me has escuchado nada en los últimos diez minutos.
—Lo siento. —Michaela se pasó una mano por el cabello, que la lluvia había convertido en una cortina pesada sobre sus hombros—. Es solo que mañana...
—Lo sé. Magno Marketing Group. La entrevista de tu vida. —Ericka sonrió, aunque había algo de preocupación en sus ojos—. Por eso necesitas relajarte. Voy por el auto, tú quédate aquí y respira.
Michaela asintió sin ganas. Respirar. Como si fuera tan simple.
Ericka desapareció entre la multitud nocturna, y Michaela se quedó sola bajo la farola, observando cómo la ciudad palpitaba a su alrededor. Los rascacielos se alzaban como titanes de cristal y acero, reflejando miles de luces que se fragmentaban en las superficies mojadas. Había algo hermoso en esa geometría fría, en esa perfección sin alma.
Y entonces, sucedió.
Un paso en falso. El pavimento traicionero. El mundo se inclinó violentamente y Michaela sintió cómo sus pies perdían contacto con el suelo. Su bolso salió volando, sus manos buscaron algo, cualquier cosa, pero solo encontraron aire.
Hasta que no lo fue.
Unos brazos la atraparon con una precisión que parecía calculada, como si hubiera estado esperando ese momento exacto. La sostuvieron firme, casi demasiado firme, y lo primero que registró su cerebro no fue el alivio de no haber caído, sino el olor.
Cedro. Bergamota. Algo oscuro y perturbadoramente familiar que hizo que su estómago se contrajera.
Levantó la mirada despacio, y el mundo se detuvo.
Los ojos que la observaban eran grises. No del gris suave de una mañana nublada, sino del gris del metal fundido, del hielo a punto de quebrarse, del filo de un cuchillo. Y estaban fijos en ella con una intensidad que le robó el aire de los pulmones.
El hombre que la sostenía era una colección de ángulos afilados: mandíbula que podría cortar cristal, pómulos marcados con una crueldad casi artística, boca que prometía tanto placer como destrucción. Su cabello negro estaba peinado hacia atrás con una perfección inmaculada que ni siquiera la lluvia había logrado arruinar.
Pero no era su apariencia lo que la paralizó.
Era la sensación.
Como si su cuerpo recordara algo que su mente se negaba a admitir.
—Cuidado. —Su voz fue un golpe directo al centro de su pecho, grave y áspera, como whisky quemando la garganta—. Las calles pueden ser peligrosas cuando no prestas atención.
Las manos del desconocido seguían rodeando su cintura. Grandes. Seguras. Posesivas de una forma que no tenía ningún derecho a ser. Y aunque sabía que debería apartarse, que debería murmurar un agradecimiento rápido y alejarse, su cuerpo se había convertido en piedra.
—Yo... —La voz le salió más ronca de lo que pretendía—. Gracias.
Él no la soltó. Si acaso, la acercó un centímetro más, estudiándola con una mirada que parecía disecar cada capa de su ser. Como si estuviera buscando algo. Como si ya lo hubiera encontrado.
—¿Siempre eres tan descuidada? —preguntó, y había algo en su tono que no era realmente una pregunta.
—¿Siempre eres tan entrometido? —contraatacó ella, encontrando su voz y un poco de la fiereza que la había llevado hasta aquí.
La sonrisa que apareció en los labios del hombre fue lenta. Depredadora. Devastadora.
—Solo cuando vale la pena.
El aire entre ellos se espesó como miel oscura. Michaela era consciente de todo: de cómo la lluvia había empapado su blusa haciéndola transparente, de cómo los dedos de él se hundían apenas en su piel a través de la tela, de cómo su corazón latía descontrolado contra sus costillas.
Y entonces, algo cambió en los ojos del desconocido. Un destello de algo que parecía dolor, o furia, o ambos. Desapareció tan rápido que Michaela pensó que lo había imaginado.
Finalmente, él la ayudó a ponerse completamente en pie. Recogió su bolso del suelo y se lo entregó, pero cuando sus dedos se rozaron, Michaela sintió una descarga eléctrica que le recorrió todo el brazo.
Seis años atrás, había conocido esa sensación.
El pensamiento llegó de la nada, afilado y certero como una bala. Seis años atrás, había habido otro hombre, otros ojos grises, otras manos que la habían sostenido de esa misma forma posesiva. Había habido promesas susurradas en la oscuridad, planes de futuro, y luego...
Luego había habido cenizas.
Pero ese hombre se había ido. Había desaparecido sin explicación, dejándola con preguntas que nunca obtuvieron respuestas y una herida que había aprendido a ignorar pero nunca a cerrar.
Este hombre no podía ser...
—¿Cómo te llamas? —La pregunta salió de sus labios antes de que pudiera detenerla.
Él ladeó la cabeza, y algo peligroso bailó en sus ojos.
—¿Los nombres importan? —Dio un paso hacia ella, invadiendo su espacio de una forma que debería haberla asustado pero que en cambio la electrificó—. Lo único que importa es esto. —Señaló el espacio entre ellos, tan cargado de tensión que casi vibraba—. Este momento.
Michaela sintió cómo su respiración se volvía irregular. Había algo en este hombre que la ponía al borde de un precipicio. No era solo atracción, aunque eso también estaba ahí, ardiente y casi dolorosa. Era reconocimiento.
Su cuerpo lo reconocía, aunque su mente se resistiera.
—Debería irme. —Las palabras salieron sin convicción.
—Deberías. —Él no se movió—. Pero no lo harás todavía.
La lluvia había aminorado hasta convertirse en una llovizna fina, pero el aire seguía espeso, eléctrico. Michaela podía sentir su pulso en la garganta, en las muñecas, en lugares que no debería estar sintiendo.
¿Cuándo había sido la última vez que un hombre la había afectado así?
Sabía la respuesta. Seis años atrás. Nicolás.
El nombre atravesó su mente como un relámpago, y de repente todo en este desconocido le recordó a él. La forma de sus hombros. La intensidad de su mirada. La manera en que ocupaba el espacio como si el mundo le perteneciera.
Pero Nicolás se había ido. Se había esfumado después de aquella noche terrible, después del malentendido que nunca pudo explicar, después de que él la mirara con una mezcla de traición y desprecio que todavía la perseguía en sueños.
Este hombre no podía ser él. Nicolás había sido más joven, menos refinado, sin ese barniz de poder absoluto que este desconocido llevaba como una segunda piel.
Y sin embargo...
—¡Mic! —La voz de Ericka cortó el momento como un cuchillo—. ¿Qué haces ahí parada?
El desconocido dio un paso atrás, pero sus ojos nunca dejaron los de ella. Había algo en su mirada que la hizo temblar. Conocimiento. Posesión. Como si supiera exactamente quién era ella y disfrutara cada segundo de su confusión.
—Nos volveremos a encontrar, Mic. —Su voz fue una caricia oscura, una promesa envuelta en terciopelo negro.
Y entonces se dio vuelta y se alejó, su figura perdiéndose entre las sombras de la ciudad con una elegancia depredadora que hizo que algo en el pecho de Michaela se retorciera dolorosamente.
Había dicho su nombre.
Su apodo. El que solo usaban las personas cercanas a ella.
El que Nicolás solía susurrar contra su piel en la oscuridad.
—¿Quién demonios era ese? —Ericka apareció a su lado, las llaves del auto tintineando en su mano—. Parecías a punto de desmayarte. O de atacarlo. No estoy segura de cuál.
—No lo sé. —La respuesta fue honesta, pero incompleta.
Porque la verdad era más compleja. No sabía quién era ese hombre, pero su cuerpo sí. Su cuerpo recordaba cosas que su mente había enterrado hace seis años. Recordaba el tacto de esas manos, la presión de esos labios, el sonido de esa voz diciéndole que la amaba justo antes de que todo se derrumbara.
Durante el trayecto a casa, Ericka intentó sacarle información, pero Michaela apenas respondía. Su mente estaba demasiado ocupada tratando de desenredar la maraña de sensaciones y recuerdos que ese encuentro había desatado.
Una vez en su departamento, se sirvió una copa de vino tinto y se sentó junto a la ventana, observando las luces de la ciudad parpadear como estrellas caídas. La lluvia había parado completamente, pero las calles aún brillaban como espejos oscuros.
Tomó un sorbo largo, dejando que el vino quemara su garganta.
Mañana sería el día más importante de su carrera. Magno Marketing Group no era solo una agencia; era un imperio. Tres años había trabajado para conseguir esa entrevista. Tres años de sacrificios, de noches sin dormir, de relaciones destruidas porque su ambición era más grande que cualquier otra cosa.
Y ahora, a horas de ese momento crucial, no podía quitarse de la cabeza a un desconocido que la había atrapado bajo la lluvia.
Un desconocido que olía como Nicolás.
Que la miraba como Nicolás.
Que conocía su apodo.
Cerró los ojos y dejó que los recuerdos llegaran, los que había mantenido encerrados en un rincón oscuro de su mente durante seis años.
La universidad. Las noches de estudio que terminaban en su cama. La forma en que él la miraba como si fuera lo único que importaba en el mundo. Las promesas de futuro que habían hecho bajo las sábanas, con la piel pegajosa de sudor y los corazones latiendo al unísono.
Y luego, aquella noche.
La fiesta. Los tragos de más. El profesor que la había llevado a casa porque estaba demasiado borracha para conducir. La forma inocente en que le había agradecido con un abrazo en la puerta de su departamento.
Y Nicolás, llegando justo en ese momento. Viendo el abrazo. Viendo al profesor, un hombre mayor y atractivo, saliendo de su edificio. Malinterpretándolo todo.
Había intentado explicarle. Dios, cómo había intentado. Pero él no había querido escuchar. La había mirado con una mezcla de dolor y desprecio que todavía le dolía recordar, y le había dicho que no quería volver a verla jamás.
Y había cumplido su palabra.
Se había transferido a otra universidad al día siguiente. Había bloqueado su número. Había desaparecido de su vida como si nunca hubiera existido.
Michaela había intentado buscarlo durante meses, pero fue inútil. Nicolás Silva era un fantasma, y ella había tenido que aprender a vivir con ese vacío en el pecho que antes había estado lleno de él.
Abrió los ojos y tomó otro sorbo de vino, más largo esta vez.
No podía ser él. Era imposible. Nicolás había sido un estudiante de arquitectura con más sueños que dinero, no un hombre que vestía trajes que probablemente costaban más que su renta mensual.
Y sin embargo, esa mirada...
Su teléfono vibró en la mesa. Un mensaje de Ericka: "Duerme bien. Mañana vas a arrasar en esa entrevista. Te lo mereces, Mic. Nadie ha trabajado más duro que tú."
Sonrió débilmente y respondió con un emoji de corazón antes de apagar el teléfono.
Tenía razón. Había trabajado demasiado duro para dejarse distraer ahora. Mañana entraría a Magno Marketing Group y demostraría de qué estaba hecha. Demostraría que los tres años de sacrificio habían valido la pena.
Demostraría que había logrado convertirse en algo más grande que la chica que había dejado atrás hace seis años, la que había llorado durante semanas por un hombre que la había abandonado sin darle la oportunidad de explicarse.
Terminó el vino y se obligó a ir a la cama, aunque sabía que no dormiría.
Porque en algún lugar de la ciudad, un hombre con ojos grises y una sonrisa depredadora seguía ahí afuera.
Y una parte de ella —la parte que había enterrado hace seis años— sabía con una certeza escalofriante que sus vidas estaban a punto de colisionar de nuevo.
"Nos volveremos a encontrar, Mic."
No había sido una predicción.
Había sido una promesa.
O quizás, una advertencia.
El informe de toxicología llegó una semana después del arresto de Dante. Chen Wu lo abrió primero, su rostro perdiendo color mientras leía cada línea, cada detalle que confirmaba lo que Dante había sugerido.—Ricino. —dijo finalmente, proyectando el informe en pantalla grande de la sala de conferencias donde Nick, Alberto, Michaela y la agente Sarah Chen del FBI esperaban—. Ricardo Santana fue envenenado con ricino. Dosis pequeña pero letal administrada durante período de varios días. Diseñada para imitar falla cardíaca natural.Nick miró la pantalla sin expresión, procesando información que debería devastarlo pero que solo generaba... vacío.—¿Cuánto tiempo tardaría en matarlo? —preguntó
La agente Sarah Chen coordinó la operación desde centro de comando temporal establecido en edificio federal a tres cuadras de las oficinas de Magno Marketing. Dos docenas de agentes, equipos SWAT en espera, rastreadores monitoreando cada señal digital que pudiera conectarse a Dante.Nick observaba las pantallas con intensidad que rayaba en obsesión. No había dormido en treinta y seis horas. Michaela estaba en casa segura con Manuel, protegida por seis agentes federales y Marcus Webb. Alberto coordinaba seguridad corporativa mientras Chen Wu rastreaba cada transacción financiera, cada comunicación digital que Dante pudiera haber dejado.—Necesitas descansar —dijo Chen a Nick por tercera vez—. No puedes funcionar así.—Pu
Isabella Moretti llegó a las oficinas de Magno Marketing exactamente a las diez de la mañana, tres días después del nacimiento de Manuel. Nick había insistido en que Michaela se quedara en casa recuperándose, pero ella se había negado rotundamente.—Si voy a pelear guerra legal por mi empresa, necesito estar presente —había dicho mientras alimentaba a Manuel en el penthouse—. Además, quiero ver con mis propios ojos quién es esta mujer.Entonces habían llegado juntos: Nick en traje corporativo que no había usado en días, Michaela en vestido que ocultaba lo reciente del parto, y Manuel en brazos de Michaela con Marcus Webb dos pasos detrás como sombra armada.Isabella entró a la sala de conferencias con confianza que hizo que todos los presentes la notaran inmediatamente. Era joven —veintiséi
Sofía Reyes llegó al hospital a las diez de la mañana siguiente, tres horas después del amanecer y justo cuando Michaela estaba intentando dominar la lactancia por cuarta vez. La enfermera anunció su llegada con expresión que sugería que no estaba segura de si debía permitir la visita.—Sofía Reyes está aquí. Dice que tiene reunión urgente con el señor Santana.Nick intercambió miradas con Michaela, quien sostenía a Manuel contra su pecho mientras el bebé se prendía con determinación que no coincidía con su tamaño diminuto.—Déjala entrar —dijo Nick finalmente—. Pero Marcus se queda en la habitación.
La labor comenzó rápido y luego se detuvo en falso. Dieciocho horas de contracciones que venían en oleadas, empezaban fuerte y luego se desvanecían, solo para regresar con venganza cuando Michaela finalmente lograba respirar.Nick había pensado que sabía lo que era impotencia. Había estado equivocado.Esto —observar a la mujer que amaba retorcerse de dolor, sabiendo que no podía hacer nada excepto sostener su mano y murmurar palabras inútiles de aliento— era impotencia real.—Respira, amor. Conmigo. Adentro... afuera... —Nick demostró el patrón que la doula les había enseñado.—Vete a la mierda con tu respiración —jade
Dos meses transformaban todo.Michaela estaba embarazada de treinta y seis semanas, vientre tan prominente que apenas podía ver sus propios pies. Se movía con la gracia precaria de alguien llevando vida extra, manos constantemente en la parte baja de su espalda, suspirando cuando se sentaba y gruñendo cuando se levantaba.Nick pensaba que nunca había lucido más hermosa.—Deja de mirarme así —dijo Michaela una tarde de mayo, atrapándolo observándola desde la puerta del cuarto que estaban convirtiendo en nursery.—¿Cómo qué?—Como si fuera obra de arte. Soy ballena humana que no puede ponerse sus propios zapatos.—Eres mujer embarazada con mi hijo. —Nick se acercó, rodeándola con brazos que apenas alcanzaban por su vientre—. Y sigues siendo obra de arte.—Eres parcial.—Completamente. &m
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