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La caja llegó a las cinco de la tarde. Negra, con el logo dorado de una boutique que Michaela solo había visto en las páginas brillantes de revistas que no podía costear. Dentro, envuelto en papel de seda como si fuera algo sagrado, encontró un vestido azul medianoche que parecía líquido al tacto.

La nota adjunta tenía la caligrafía precisa y controlada de Nicolás:

"Para esta noche. No es una sugerencia. - N"

Michaela sostuvo el vestido contra su cuerpo frente al espejo. La tela se deslizaba entre sus dedos como agua, y supo sin probárselo que le quedaría como una segunda piel.

Lo que la inquietaba no era el vestido.

Era que Nicolás conociera su talla exacta. Cada medida. Como si su cuerpo fuera un mapa que él había memorizado hace años y nunca había olvidado.

Su teléfono vibró:

"El chofer estará ahí a las siete. No llegues tarde. Y Michaela... quiero que te sueltes el cabello."

Esa última línea la hizo detenerse. Específica. Personal. Como si estuviera vistiéndola no para una cena de negocios, sino para algo mucho más íntimo.

Dos horas después, se estudiaba en el espejo de cuerpo completo. El vestido la transformaba de formas que no había anticipado. Acentuaba curvas que normalmente ocultaba bajo blazers y blusas conservadoras. El escote era elegante pero sugerente, la falda se ceñía a sus caderas antes de caer en líneas fluidas. Con el cabello suelto cayendo en ondas sobre sus hombros —tal como él había ordenado—, apenas se reconocía.

Se veía como el tipo de mujer que Nicolás Silva habría querido hace seis años.

Se veía como el tipo de mujer que Nicolás Santana podía controlar ahora.

Y odiaba que una parte de ella disfrutara la transformación.

El chofer era un hombre mayor de expresión amable que la saludó con una discreción que sugería que había sido testigo de muchas escenas similares.

—Señorita Torres, el señor Santana la espera en Le Bernardin.

Le Bernardin. Donde las reservas se hacían con seis meses de anticipación y una cena costaba más que su renta.

Durante el trayecto, Michaela intentó procesar su situación. Tres días trabajando para Nicolás y ya estaba vistiéndose bajo sus órdenes, asistiendo a cenas que claramente no eran solo negocios, permitiendo que redibujara los límites entre ellos con cada interacción.

¿Cuándo exactamente había perdido el control de su propia vida?

Hace seis años, susurró una voz en su cabeza. Cuando lo amaste y él se fue.

El restaurante era elegancia encapsulada: luces tenues que favorecían secretos, manteles de lino que probablemente costaban más que su vestido, y el murmullo discreto de conversaciones que movían millones.

Nicolás la esperaba en una mesa junto a los ventanales, hablando con dos hombres en trajes que gritaban dinero viejo. Cuando la vio acercarse, algo cambió en su expresión. Los ojos se oscurecieron. La mandíbula se tensó. Una sonrisa lenta, posesiva, curvó sus labios.

Se levantó para recibirla, y durante un momento suspendido en el tiempo, Michaela se sintió como si fueran las únicas dos personas en el restaurante.

—Perfecto. —La palabra fue un ronroneo bajo mientras tomaba su mano para ayudarla a sentarse. Sus dedos se demoraron en los de ella más de lo necesario—. Absolutamente perfecto.

Los hombres en la mesa eran Robert Henley y James Morrison, ejecutivos de una firma de joyería suiza con más historia que algunos países. Sonrisas calculadas. Relojes que valían más que autos.

—Caballeros, les presento a Michaela Torres. —La mano de Nicolás se posó en su espalda baja, caliente a través de la tela delgada—. Mi asesora estratégica en cuentas de lujo.

Michaela parpadeó. ¿Asesora estratégica? Esa definitivamente no había sido la descripción en su contrato.

La cena comenzó con la danza habitual de charla corporativa: mercados emergentes, tendencias de consumo, proyecciones. Michaela se las arregló para contribuir de forma inteligente, pero era dolorosamente consciente de cada movimiento de Nicolás a su lado. La forma en que sus dedos se curvaban alrededor de la copa de vino. Cómo ocasionalmente se inclinaba para susurrarle observaciones sobre sus clientes, su aliento rozando su oído. La manera en que su pierna presionaba contra la de ella bajo la mesa —accidental o deliberado, no podía estar segura.

—El mercado de joyería de lujo es fascinante. —Robert estaba en modo vendedor—. No vendemos productos. Vendemos aspiraciones, promesas de eternidad.

—Exactamente. —Michaela encontró su apertura—. Es psicología pura. Las personas no compran diamantes. Compran la ilusión de que el amor puede ser tan permanente y valioso como una piedra preciosa.

Nicolás se volvió hacia ella, y había algo peligrosamente complacido en su mirada.

—Michaela tiene un don especial para entender los deseos ocultos de las personas. —Sus dedos rozaron su muñeca como por accidente—. Ve más allá de lo que decimos que queremos, directamente a lo que realmente necesitamos.

El contacto fue breve pero eléctrico. Y la forma en que lo dijo, cargado de dobles sentidos, hizo que algo en su estómago se retorciera.

Fue entonces cuando la dinámica de la noche cambió completamente.

Un hombre joven se acercaba a su mesa con la confianza fácil de quien había nacido en estos círculos de poder. Alto, cabello castaño ondulado con ese desorden estudiado que solo el dinero puede lograr, ojos verdes que brillaban con humor genuino. Y una sonrisa que era todo lo que la de Nicolás no era: cálida, abierta, sin bordes afilados.

—Robert, James. —Su acento italiano era suave, cultivado—. ¿Interrumpo algo importante?

—¡Claudio! —Robert se levantó para abrazarlo—. Pensé que estabas en Milán cerrando la fusión.

—Regresé anoche. Los negocios familiares siempre llaman. —Sus ojos encontraron a Michaela, y la sonrisa se amplió—. Aunque ahora veo que debería haber regresado antes.

Nicolás se tensó imperceptiblemente. Michaela lo sintió en la forma en que su mano se cerró alrededor de la copa de vino, en cómo su respiración cambió apenas.

—Claudio, te presento a Nick Santana de Magno Marketing, y a Michaela Torres. —Robert hizo las presentaciones—. Nick, Claudio Rossini. Su familia prácticamente inventó el lujo textil en Italia.

Claudio extendió su mano hacia Michaela primero —un gesto deliberado que no pasó desapercibido para Nicolás.

—El placer es enteramente mío. —Tomó su mano y la llevó brevemente a sus labios en un gesto que debería haber sido anticuado pero que en cambio se sintió encantador—. Michaela. Un nombre hermoso.

—Gracias. —Se sonrojó a pesar de sí misma—. Tu reputación te precede. Rossini es prácticamente sinónimo de elegancia italiana.

—Eres demasiado amable. —Claudio finalmente soltó su mano y se volvió hacia Nicolás—. Nick Santana. He escuchado mucho sobre ti. Magno Marketing está en la lengua de todos en los círculos europeos.

—Claudio. —Nicolás le estrechó la mano con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Tu familia ha construido un imperio impresionante.

—Como tú. Aunque tú lo hiciste solo, ¿verdad? Sin la ventaja de heredar un legado familiar.

El comentario podría haber sido un cumplido. O un insulto sutil. Con la sonrisa de Claudio era imposible saberlo.

—La ventaja de construir tu propio imperio es que nadie puede quitártelo. —La respuesta de Nicolás tenía filo.

—Cierto. Aunque el peso de la historia tiene sus propios beneficios. Raíces. Legado. Conexiones que se extienden generaciones.

Michaela sintió como si estuviera presenciando un duelo, pero con palabras en lugar de espadas.

—¿Te importa si me uno por unos minutos? —Claudio ya estaba señalando una silla—. Acabo de llegar y muero por conversación inteligente en lugar de reportes de vuelo.

Robert insistió, y pronto Claudio estaba sentado directamente frente a Michaela, transformando completamente la energía de la mesa.

Donde Nicolás era intenso y controlado, Claudio era relajado y carismático. Contaba anécdotas divertidas sobre desastres de moda en Milán, hacía preguntas genuinas sobre el trabajo de Michaela, y tenía una forma de incluirla en la conversación que la hacía sentir vista, no exhibida.

—¿Siempre supiste que querías trabajar en marketing? —preguntó Claudio, sus ojos verdes enfocados completamente en ella.

—Estudié psicología primero. —Michaela se sintió relajarse por primera vez en la noche—. El marketing vino después, cuando me di cuenta de que entender por qué las personas toman decisiones era más interesante que intentar cambiar esas decisiones.

—Fascinante. —Claudio se inclinó hacia adelante, genuinamente interesado—. Una mente analítica con un corazón empático. Esa es una combinación peligrosa.

Nicolás había permanecido en silencio durante este intercambio, pero Michaela podía sentir su mirada como un láser en su piel.

—¿Peligrosa cómo? —preguntó ella, intrigada.

—Porque puedes ver a las personas realmente. No solo las máscaras que usan, sino quiénes son debajo. —Claudio sonrió—. Eso hace que la gente se sienta expuesta. Vulnerable. Algunos encuentran eso aterrador.

Sus palabras parecían dirigidas tanto a ella como a Nicolás.

—¿Y tú? —Michaela sintió una chispa de audacia—. ¿Lo encuentras aterrador?

La sonrisa de Claudio se calentó.

—Para nada. Lo encuentro refrescante. La mayoría de las personas en nuestros círculos son expertas en ocultar quiénes son realmente. Alguien que ve a través de eso... —Se encogió de hombros—. Es raro. Valioso.

Fue en ese momento que Nicolás decidió reclamar territorio.

—Claudio, ¿cómo van los negocios familiares? —Su tono era casual, pero había acero debajo—. Escuché que hubo algunos... desafíos con la nueva colección. Algo sobre problemas de producción en Turquía.

Claudio no perdió su sonrisa, pero algo cambió en sus ojos.

—Los desafíos son oportunidades disfrazadas, como bien sabes. La familia Rossini ha navegado tormentas peores en doscientos años de historia.

—Por supuesto. Aunque en este clima económico, la tradición a veces no es suficiente. Se requiere... adaptabilidad. Innovación.

—Totalmente de acuerdo. —La sonrisa de Claudio se mantuvo, pero ahora había filo en ella—. Aunque encuentro que la autenticidad a largo plazo supera a la manipulación a corto plazo.

La tensión se volvió tan gruesa que Michaela casi podía tocarla. Robert y James intercambiaron miradas incómodas.

—Disculpen un momento. —Michaela se levantó, necesitando escapar del duelo verbal—. Necesito el tocador.

En el baño, se apoyó contra el lavabo de mármol, respirando profundo. ¿Qué demonios acababa de pasar? Dos hombres exitosos, poderosos, compitiendo... ¿por qué? ¿Por ella? ¿O era algo más profundo?

Cuando salió, Nicolás la esperaba en el pasillo, apoyado contra la pared como un depredador esperando a su presa.

—¿Disfrutando la compañía de Claudio? —Su voz era peligrosamente suave.

—Es... encantador.

—Encantador. —Nicolás repitió la palabra como si tuviera mal sabor—. ¿Es eso lo que buscas?

—No busco nada. —Michaela intentó pasar a su lado, pero él bloqueó su camino.

—¿No? Porque desde donde yo estaba sentado, parecía que disfrutabas mucho su atención.

—A diferencia de ti, él me trata como una persona real. No como una muñeca que viste para tus cenas de negocios.

Algo oscuro cruzó el rostro de Nicolás. Se acercó hasta que estuvo a centímetros de ella, su altura forzándola a inclinar la cabeza hacia atrás.

—¿Una muñeca?

—¿Qué más soy para ti? Me ordenas qué ponerme, cómo peinarme, dónde estar y cuándo. No soy tu empleada, Nick. Soy tu accesorio.

—Si fueras solo un accesorio, no estarías aquí. —Su mano se levantó, rozando su mejilla con una suavidad que contrastaba con la intensidad de su mirada—. Si fueras solo una empleada, no habría pasado seis años sin poder sacarte de mi cabeza.

Las palabras la golpearon como un puñetazo.

—Nick...

—Seis años, Michaela. Seis años preguntándome si lo que vio esa noche fue real o si mi mente me traicionó tanto como creí que tú lo hiciste.

—Entonces dame la oportunidad de explicar. Finalmente. Sin juegos, sin...

—No. —Colocó una mano en la pared junto a su cabeza, atrapándola—. Porque si me dices que fue un malentendido, si me convences de que estuve equivocado todo este tiempo, entonces tendré que enfrentar que destruí lo mejor que me había pasado por orgullo y cobardía.

Su voz se quebró en la última palabra, y Michaela vio algo que no había visto antes: vulnerabilidad real.

—Y si no fue un malentendido —continuó, su frente casi tocando la de ella—, si realmente me traicionaste, entonces tendré que aceptar que me enamoré de una ilusión.

—Nicolás...

—En cualquier caso, pierdo. Así que prefiero mantener esta... incertidumbre. Este juego donde puedo tenerte cerca pero a distancia segura.

—Eso es de cobardes.

Algo ardió en sus ojos.

—Lo sé. Pero ya no soy el chico que fui hace seis años. Anna se encargó de eso. Y luego mi padre. Y tú, Michaela. Tú más que nadie.

Antes de que pudiera responder, sus labios estaban sobre los de ella.

No fue el beso calculado que ella podría haber esperado. Fue hambriento, desesperado, como si estuviera tratando de probar algo —a ella o a sí mismo, no estaba segura. Sus manos se hundieron en su cabello, acercándola más, y Michaela se encontró respondiéndole con una intensidad que la asustó.

Cuando se separaron, ambos estaban sin aliento, y algo fundamental había cambiado en el aire entre ellos.

—No juegues conmigo, Michaela. —Su voz era ronca—. Y definitivamente no juegues con hombres como Claudio Rossini cuando estás conmigo.

—¿Hombres como Claudio?

—Hombres que ven lo que quiero y deciden que lo quieren también. —Se enderezó, ajustando su corbata con manos que no estaban del todo estables—. Porque créeme, él te quiere. Vi cómo te miraba.

—Tal vez solo estaba siendo amable.

—Los hombres como nosotros no somos amables sin motivo. —Nicolás la estudió con ojos que parecían ver demasiado—. Y Claudio Rossini nunca hace nada sin un motivo.

Sin otra palabra, regresó al comedor, dejándola temblando en el pasillo con el sabor de él en sus labios y una revelación golpeándola como un martillo:

Nicolás no era el hombre frío y controlador que pretendía ser.

Era un hombre destrozado que había construido muros tan altos que ni él mismo podía encontrar la salida.

Y ella acababa de darse cuenta de que tenía el poder de derribar esos muros.

La pregunta era: ¿quería hacerlo?

Cuando regresó a la mesa, Claudio la miró con ojos comprensivos.

—¿Todo bien? —preguntó suavemente.

—Perfectamente. —Pero su voz sonaba afectada.

Claudio no insistió. Simplemente le ofreció una sonrisa cálida y continuó la conversación como si nada hubiera pasado. Pero cuando la cena terminó y se despidió, deslizó su tarjeta personal en su mano.

—Por si alguna vez necesitas hablar con alguien que no venga con complicaciones. —Su sonrisa era genuina—. O si simplemente quieres almorzar sin agendas ocultas.

Michaela tomó la tarjeta, consciente de la mirada de Nicolás quemándole la espalda.

En el auto de regreso, guardó silencio, procesando todo lo que había pasado. El beso. La confesión casi-vulnerable de Nicolás. La atención de Claudio. El triángulo que se estaba formando sin que ella lo hubiera pedido.

Y la realización más importante: por primera vez desde que todo esto había comenzado, ella tenía poder.

Nicolás la necesitaba de una forma que iba más allá del control. La necesitaba para finalmente resolver el pasado que lo perseguía.

Y eso, finalmente, le daba algo de equilibrio en este juego peligroso que estaban jugando.

La pregunta era: ¿cómo usar ese poder sin destruirlos a ambos en el proceso?

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