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El edificio de Magno Marketing Group se alzaba como un monolito de cristal y acero, reflejando el cielo gris de la mañana. Michaela se detuvo en la acera, mirando hacia arriba hasta que sintió un ligero mareo. Diez plantas en la cima del rascacielos más alto del distrito financiero. Un imperio construido sobre ambición y resultados.

Exactamente el tipo de lugar donde pertenecía.

O al menos, eso se había dicho a sí misma durante los últimos tres años mientras escalaba, sacrificaba, luchaba por llegar hasta aquí.

Ajustó su blazer azul marino y revisó su reflejo en las puertas de cristal. Profesional. Competente. Impenetrable. La armadura que había perfeccionado durante años.

Pero mientras empujaba las puertas y entraba al lobby de mármol negro y detalles dorados, no pudo evitar que su mente volviera a la noche anterior. Al desconocido que olía como un recuerdo enterrado. A esas manos que habían sostenido su cintura con una familiaridad que no tenían derecho a tener.

A esos ojos grises que su cuerpo recordaba aunque su mente se negara a aceptarlo.

No pienses en eso. Concéntrate.

—¿Michaela Torres? —Una mujer de mediana edad con el cabello recogido en un moño perfecto se acercó con una sonrisa profesional—. Soy Patricia, de recursos humanos. Te estábamos esperando.

El ascensor subió en silencio. Michaela observó los números cambiar, sintiendo cómo algo en su estómago se tensaba con cada piso. No eran nervios normales. Era algo más visceral, como si su cuerpo supiera algo que su mente todavía no había procesado.

—Tu escritorio está aquí —Patricia señaló un espacio en una oficina abierta con vistas panorámicas—. Manuel Herrera es tu supervisor directo. Debería llegar en cualquier momento.

Como invocado, un hombre alto de cabello castaño y sonrisa fácil apareció con una taza de café humeante.

—¿La nueva recluta? —Su tono era amigable, genuino—. Manuel Herrera. Bienvenida al infierno.

Michaela parpadeó.

—¿Infierno?

—Es broma. Más o menos. —Le estrechó la mano con firmeza—. Aquí trabajamos duro, pero los resultados valen la pena. Solo... —Su sonrisa vaciló por un segundo—. Espera a conocer al jefe antes de decidir si te quedas.

Antes de que pudiera preguntar qué significaba eso, Patricia carraspeó.

—Reunión general en diez minutos. Todos los nuevos empleados deben asistir para conocer al equipo directivo.

La sala de juntas ocupaba toda la esquina oeste del piso treinta y nueve. Ventanales masivos ofrecían una vista que hacía sentir como si estuvieras flotando sobre la ciudad. Michaela tomó asiento junto a otros tres nuevos empleados, todos con la misma mezcla de nerviosismo y ambición mal disimulada.

Manuel se deslizó en la silla a su lado y se inclinó para susurrarle:

—Regla de oro: cuando entre Nicolás Santana, no hables a menos que te pregunte directamente. Y si te pregunta, responde con precisión. Odia las divagaciones.

Nicolás.

El nombre atravesó su mente como un cuchillo.

No. Es solo una coincidencia. Es un nombre común.

Pero su corazón latía demasiado rápido, y sus manos se habían vuelto frías.

La puerta se abrió.

Y el mundo de Michaela se detuvo.

La figura que entró era alta, elegante, vestida con un traje gris carbón que probablemente costaba más que su renta de tres meses. Camisa blanca impoluta. Corbata azul marino. Cada línea de su cuerpo emanaba poder controlado, autoridad absoluta.

Pero no fue eso lo que le robó el aire de los pulmones.

Fueron los ojos.

Grises como el acero fundido. Fríos como el hielo. Ardientes como brasas.

Los mismos ojos que la habían sostenido bajo la lluvia la noche anterior.

Los mismos ojos que la habían mirado con amor hace seis años antes de llenarse de odio y desprecio.

No. No, no, no.

Nicolás Santana recorrió la mesa con la mirada, saludando brevemente a cada nuevo empleado. Cuando llegó a ella, se detuvo.

Por un microsegundo —tan breve que cualquier otra persona lo habría perdido—, algo cambió en sus ojos. Un destello de reconocimiento. De triunfo. De algo oscuro y posesivo que hizo que el estómago de Michaela se retorciera.

Y luego desapareció, reemplazado por indiferencia profesional.

—Buenos días. —Su voz llenó la habitación como un trueno contenido—. Para los nuevos miembros, bienvenidos a Magno Marketing Group. Aquí no manejamos marcas. Construimos imperios.

Michaela no escuchó las siguientes palabras. Su mente estaba gritando, tratando de procesar lo imposible.

Nicolás Silva, el estudiante de arquitectura que había amado con cada fibra de su ser hace seis años, era ahora Nicolás Santana, CEO del imperio de marketing más poderoso de la ciudad.

El hombre que la había abandonado sin darle la oportunidad de explicarse era ahora su jefe.

Y si su mirada era algún indicio, él sabía exactamente quién era ella.

—Nuestro éxito se basa en la excelencia absoluta. —Nicolás se movía mientras hablaba, cada gesto calculado, predatorio—. No toleramos mediocridad. No aceptamos excusas. No perdonamos la falta de compromiso.

Se detuvo directamente frente a ella.

—Señorita Torres. —Su nombre salió de sus labios como una caricia envenenada—. Viene con excelentes referencias en publicidad digital. Cuéntenos, ¿qué la motivó a buscar una posición aquí?

Todas las miradas se posaron en ella. Michaela sintió cómo su garganta se secaba, pero años de construir máscaras vinieron en su rescate.

—La reputación de Magno Marketing Group es incomparable. —Su voz salió firme, clara—. Quiero trabajar con marcas que definen tendencias, no que las siguen.

—Ambiciosa. —Algo peligroso brilló en los ojos de Nicolás—. Me gusta la ambición. Siempre y cuando esté respaldada por resultados. ¿Está dispuesta a hacer lo que sea necesario para mantener nuestros estándares?

La pregunta tenía capas. Significados ocultos que solo ellos dos podían entender.

¿Es una amenaza? ¿Una prueba?

—Por supuesto. —Michaela sostuvo su mirada sin pestañear, aunque sentía como si estuviera al borde de un precipicio.

Una sonrisa minúscula, casi imperceptible, curvó las comisuras de los labios de Nicolás.

—Excelente.

El resto de la reunión fue una tortura. Michaela escuchó palabras sobre políticas de empresa, proyectos actuales, expectativas, pero nada se quedaba en su cerebro. Lo único que podía procesar era la presencia de Nicolás, la forma en que llenaba el espacio, cómo su voz resonaba en su pecho como si nunca se hubiera ido.

Como si seis años de silencio pudieran borrarse en un instante.

—La jornada oficialmente termina a las seis. —Nicolás estaba concluyendo—. Pero en esta industria, el horario es una sugerencia. Espero disponibilidad completa. Sacrificio completo. Lealtad completa.

Cuando finalmente terminó, Michaela se levantó tan rápido que su silla rechínó contra el piso. Necesitaba salir. Necesitaba aire. Necesitaba...

—Señorita Torres. —La voz de Nicolás cortó sus planes de escape—. Quédese un momento.

Manuel le dio un apretón de ánimo en el hombro al pasar.

—Buena suerte —susurró—. Si sobrevives a esto, sobrevives a cualquier cosa.

Los demás salieron, y de repente la sala de juntas se sintió demasiado pequeña. Demasiado silenciosa. Demasiado cargada de historia sin resolver.

Nicolás cerró la puerta.

El sonido del cerrojo encajando fue como un disparo.

Se dio vuelta lentamente, y la máscara de indiferencia profesional desapareció. Lo que la reemplazó fue algo mucho más peligroso. Algo hambriento. Posesivo. Furioso.

—Seis años. —Su voz era baja, controlada, pero había fuego debajo—. Seis años, Michaela.

Ella retrocedió un paso instintivamente.

—Nicolás...

—¿Sorprendida? —Avanzó hacia ella con pasos medidos, depredadores—. ¿Pensaste que nunca volverías a verme?

—No sabía... —Su espalda chocó contra la pared de cristal—. No sabías quién era anoche. Actuaste como...

—¿Como un desconocido? —Se detuvo a centímetros de ella, tan cerca que podía sentir su calor—. Porque quería ver si me recordabas. Quería ver si tu cuerpo todavía reaccionaba a mí.

Su mano se levantó, y Michaela se tensó, pero él solo rozó su mejilla con el reverso de sus dedos. El contacto fue eléctrico.

—Y reaccionó. —Su aliento rozó sus labios—. Como siempre lo hizo.

—¿Qué estás haciendo? —Michaela luchó por mantener su voz estable—. ¿Por qué estoy aquí?

—Porque te contraté. —Nicolás dejó caer la mano, pero no se apartó—. Porque vi tu currículum hace dos semanas y supe que finalmente había llegado el momento.

—¿El momento de qué?

—De terminar lo que empezamos hace seis años. —Sus ojos se oscurecieron—. De obtener las respuestas que merezco. De descubrir si lo que sentí por ti era real o si solo eras otra mujer ambiciosa dispuesta a hacer cualquier cosa por avanzar.

Las palabras la golpearon como bofetadas.

—No tienes idea de lo que pasó esa noche.

—Sé lo que vi. —Su mandíbula se tensó—. Te vi con él. Vi cómo te tocaba. Vi cómo lo mirabas.

—Era mi profesor, Nicolás. Estaba borracha. Él solo me llevó a casa.

—¿Y esperabas que creyera eso? —Rio, pero no había humor en el sonido—. Siempre fuiste ambiciosa, Mic. Siempre quisiste más de lo que yo podía darte en ese momento.

—Eso no es cierto.

—¿No? —Se inclinó más cerca, su boca a milímetros de la de ella—. Entonces dime por qué no me buscaste. Dime por qué te rendiste tan fácilmente.

—¡Te busqué! —La voz de Michaela se quebró—. Durante meses. Pero te habías ido. Te transferiste. Bloqueaste mi número. Desapareciste.

Algo cambió en los ojos de Nicolás. Algo que podría haber sido duda, o dolor, pero desapareció demasiado rápido.

—Ya no importa. —Se enderezó, su tono volviendo a esa frialdad profesional—. El pasado es pasado. Lo que importa es el presente.

Se dirigió a su escritorio y tomó una carpeta de cuero negro.

—Tu contrato de trabajo está completo. Pero hay cláusulas adicionales para tu posición específica.

Le extendió la carpeta. Michaela la tomó con manos que esperaba no temblaran.

—¿Qué tipo de cláusulas?

—Cláusulas de exclusividad. De disponibilidad. De... lealtad. —Su mirada se clavó en la de ella—. Trabajarás directamente para mí en proyectos específicos. Estarás disponible cuando te necesite. Y no te involucrarás con ningún cliente, competidor o colega de manera que comprometa tu posición.

—Eso es...

—¿Extremo? —Sonrió, pero no había calidez en ello—. Esta es una posición extrema. Los beneficios son extraordinarios. Pero las expectativas también lo son.

Michaela abrió la carpeta y comenzó a leer. Con cada línea, su estómago se hundía más.

"La empleada se compromete a priorizar las necesidades de la empresa sobre compromisos personales..."

"La empleada mantendrá confidencialidad absoluta sobre todos los asuntos relacionados con el CEO..."

"La empleada no establecerá relaciones románticas o sexuales con clientes, competidores o colegas durante el período de empleo..."

—Esto es un contrato de esclavitud. —Levantó la mirada—. No de empleo.

—Es un contrato de lealtad absoluta. —Nicolás se acercó nuevamente—. Y si no estás dispuesta a firmarlo, puedes irte ahora mismo.

—¿Y si me voy?

Su sonrisa fue pura oscuridad.

—Entonces descubrirás qué tan pequeña puede volverse esta industria cuando decido que alguien no pertenece a ella. Ninguna agencia top te contratará. Ningún cliente importante trabajará contigo. Serás invisible.

No era una amenaza vacía. Michaela lo sabía. Nicolás Santana —o Silva, o quien demonios fuera ahora— tenía ese tipo de poder.

—¿Por qué? —susurró—. Si me odias tanto, ¿por qué hacerme esto?

Nicolás se inclinó hasta que sus labios rozaron su oreja.

—Porque odio y deseo son dos caras de la misma moneda. Y porque durante seis años, no he podido sacarte de mi sistema. —Su voz era terciopelo oscuro, peligroso—. Así que ahora vas a trabajar para mí, bajo mis reglas, y vamos a resolver esto de una vez por todas.

Se apartó, dejándola temblando contra la pared.

—Tienes hasta mañana por la mañana para firmar. Tráemelo a las ocho en punto, o limpia tu escritorio.

Caminó hacia la puerta, pero se detuvo con la mano en el pomo.

—Ah, y Michaela. —La miró por encima del hombro—. No intentes huir esta vez. No funcionará.

La puerta se cerró detrás de él, y Michaela se dejó caer en una silla, la carpeta apretada contra su pecho.

Su primer día había terminado antes de comenzar realmente.

Y lo peor de todo era que una parte oscura de ella —la parte que nunca había dejado de amar a Nicolás Silva— quería firmar ese contrato.

Quería quedarse.

Quería descubrir qué pasaría si finalmente dejaban de huir el uno del otro.

Incluso si los destruía a ambos en el proceso.

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