4

Me senté al borde de la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. Mi respiración seguía desacompasada, como si hubiera corrido una carrera que no sabía que estaba compitiendo. Mi cuerpo seguía temblando. No de miedo. No exactamente. Era… otra cosa.

Algo más primitivo.

Instintivo.

Y malditamente inconveniente.

¿Qué carajos me estaba pasando?

He estado en situaciones intensas antes. He lidiado con el abandono, con la soledad, con hombres demasiado seguros de sí mismos y con mi propia inestabilidad emocional en más de una ocasión. Pero esto... esto era diferente. Damien era diferente. No por ser Alfa, ni por la maldita jerarquía que lo hacía caminar por la casa como si todos le debieran la vida. Era algo en él. Algo en su voz. En su olor. En la forma en que su mirada encontraba mi piel como si la conociera mejor que yo.

Y eso me asustaba más que cualquier otra cosa.

Mi cuello seguía ardiendo.

No tenía marcas visibles. Ninguna mordida, ningún rastro real de lo que había sentido. Pero yo lo sabía. Había algo ahí. Algo que se había encendido con un simple roce, y que ahora no quería apagarse. Como si él hubiese dejado una chispa justo bajo la piel, y todo mi cuerpo estuviera esperando que regresara a soplar sobre las llamas.

Tragué saliva con dificultad y me puse de pie.

Quería golpear algo. Gritar. O arrancarme esta sensación a tirones.

No soy el tipo de mujer que pierde la cabeza por un hombre. No me derrito por músculos ni me hipnotizo con voces rasposas. Soy práctica. Fría, cuando quiero. Pero con Damien, todo ese autocontrol se iba por el caño en cuanto lo tenía cerca. Era como si mi cuerpo lo reconociera antes que mi mente.

Y eso me enfurecía.

Porque no lo quería. No así. No por imposición, no por algún tipo de hechizo biológico que me empuja hacia él como una idiota en celo.

Salí de la habitación. Caminé sin rumbo por los pasillos apenas iluminados, deseando aire, espacio, algo que me recordara que sigo siendo dueña de mí misma. Pero la casa estaba en silencio, casi como si me observara. Como si supiera que estaba al borde.

Y claro, no podía ser una noche normal.

Lo vi en el pasillo del ala oeste.

Camisa negra abierta en el cuello, mangas remangadas hasta los antebrazos. El puño derecho todavía enrojecido, como si efectivamente hubiese golpeado algo... o a alguien. Tenía la mirada clavada en el suelo, pero apenas percibió mi presencia, alzó los ojos.

No me habló.

Solo me miró.

Como si yo fuera el maldito problema que no sabe cómo resolver.

—¿Vienes a marcar territorio? —le solté, sin pensar, con la voz tan filosa como mis nervios.

No respondió enseguida. Solo se cruzó de brazos, apoyando el peso contra la pared, como si estuviera intentando controlarse. O intentando no acercarse. Sus ojos tenían ese brillo otra vez, ese dorado tan intenso que parecía encenderse cuando estábamos a solas.

—¿Eso crees que quiero hacer contigo? —murmuró. Su tono era grave, casi peligroso. Pero debajo había algo más. Algo que parecía dolerle.

—No lo sé. A veces pareces un maldito perro marcando su presa.

Se empujó lejos de la pared y caminó hacia mí con pasos lentos, calculados. Yo debería haberme movido. Retroceder. Poner distancia.

No lo hice.

—No eres una presa, Brianna —dijo, más cerca. Su voz acarició mi nombre con una intimidad que me erizó la piel.

—¿Ah, no? Pues deberías informar eso a tu cuerpo, porque él no parece haberlo entendido.

Me detuve en seco cuando se plantó frente a mí.

Nuestros cuerpos casi se tocaban.

Y ese maldito calor... volvió.

Una ola densa, densa como el humo, envolviéndonos en una especie de burbuja eléctrica. La respiración se me atascó en la garganta, y por un instante, solo escuché mi corazón retumbando.

Él bajó la mirada a mi cuello. Sentí el cosquilleo incluso antes de que se inclinara un poco. Apenas unos centímetros más cerca, y lo habría sentido de nuevo. Pero no lo hizo.

Contuvo el movimiento. Con los dientes apretados. Con los puños cerrados.

—¿Por qué me odias tanto? —preguntó, bajo. Como si no entendiera. Como si le doliera.

Yo parpadeé. Me costó encontrar las palabras.

—Porque me haces sentir cosas que no pedí. Porque me confundes. Porque me miras como si ya me hubieras elegido… y yo no tuve voz en eso.

Su mandíbula se tensó. Supe que había tocado algo que no quería mostrar.

—¿Y tú crees que yo sí? —espetó, de pronto. Su voz, más ronca. Más intensa. Como si se hubiera roto algo dentro de él. —¿Crees que esto es fácil para mí? No eres como imaginé. No obedeces, no te callas, no me temes. No me sigues como las demás.

—Pues qué tragedia —repliqué con veneno—. Lamento no haber sido el muñequito que esperabas.

Y justo cuando pensé que se iría otra vez…

Se inclinó.

No para besarme.

No para tocarme.

Solo para dejar que sus labios rozaran el aire frente a los míos. Lo suficiente para que pudiera sentir el aliento caliente que salió de su boca. Como una amenaza. O una súplica.

No lo sé.

—Voy a perder la cabeza contigo —susurró. —Y si eso pasa… no habrá vuelta atrás.

Yo debería haber respondido. Debería haber gritado, o empujado, o reído en su cara.

Pero no hice nada.

Porque mi cuerpo estaba paralizado. Mi piel, hecha de fuego.

Y ese vacío entre los dos… era más pesado que cualquier roce.

Finalmente, se alejó.

Giró sobre los talones y caminó por el pasillo sin mirar atrás. Sin decir adiós. Sin una maldita explicación.

Solo se fue.

Yo me quedé ahí.

Temblando.

Rota.

Confundida.

Y con la piel aún quemando.

Toqué mi cuello. Otra vez. Como si no pudiera evitarlo. Como si lo buscara.

Y el calor seguía ahí.

—No puede estar pasándome esto —murmuré.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP