El aire estaba helado, pero el ardor en mi pecho no me dejaba sentirlo.
Corría.
Corría como si al final del bosque estuviera mi libertad. Como si pudiera dejar atrás esa casa, sus muros que me observaban como cárceles con ojos, y sobre todo… dejarlo a él.
A Damien.
A ese lobo maldito que había empezado a invadir mis sueños, mi piel y, peor aún, mis pensamientos. No quería admitirlo, pero había algo en mí que se deshacía cada vez que estaba cerca. Algo que no me pertenecía. Algo que él despertaba con una sola mirada.
Y si me quedaba un día más, no estaba segura de poder seguir resistiéndome.
Así que huí.
La madrugada aún estaba manchada por la niebla del amanecer. Los árboles eran sombras largas, agudas. Mis pies golpeaban el suelo húmedo, dejando una estela de huellas que cualquier rastreador podría seguir sin pestañear, pero no me importaba.
Prefería perderme entre ramas y raíces que seguir siendo una muñeca en manos de un Alfa con ojos de fuego y voz de trueno.
Mis pulmones quemaban. Los latidos retumbaban en mis oídos. Sabía que no debía estar tan lejos. Que estaba cruzando límites que ni siquiera entendía. Pero también sabía que si no salía de ahí ahora… no iba a poder escapar después.
Entonces lo vi.
Oscuro. Inmenso.
Un lobo.
Negro como la noche que acababa de morir. Ojos dorados brillando como brasas encendidas en medio de la niebla. Estaba justo frente a mí, erguido sobre sus patas, el pecho enorme agitado, como si él también hubiera corrido hasta aquí.
Me detuve de golpe.
—No… —murmuré. Pero no había voz que pudiera luchar contra lo que tenía delante.
No era cualquier lobo.
Lo supe al instante.
Era él.
Damien.
Su forma salvaje, su otra piel. La criatura que había intuido en sus gestos, en su fuerza contenida, en su forma de mirar el mundo como si todo le perteneciera. Era él, y aun así, diferente. Más primitivo. Más hermoso. Más letal.
Y no venía por mí.
No todavía.
Se giró bruscamente. Su cuerpo se tensó y su hocico se alzó, olfateando algo más allá de mí.
Antes de que pudiera procesarlo, el sonido llegó.
Voces. Gruñidos. Múltiples pasos quebrando ramas.
Alguien más estaba en el bosque.
Un grupo. No eran su manada. Lo entendí por la forma en que él reaccionó: se adelantó con un rugido gutural, sus músculos se contrajeron con furia y en cuestión de segundos, el caos estalló.
Todo fue confuso.
Saltos, zarpazos, cuerpos que se estrellaban entre sí. Y en medio del frenesí, yo… temblando como una idiota entre los árboles.
Damien era una furia desatada.
Su lobo luchaba con una violencia hipnótica, sus movimientos eran una danza brutal de poder puro. Cada vez que uno de los exiliados —porque eso debían ser, lo sentía en sus gritos desafiantes— se acercaba a mí, él estaba ahí. Entre ellos y yo. Un escudo negro que sangraba, rugía y defendía como si su vida dependiera de la mía.
Yo no debía sentirlo. No después de todo. No después de lo que me hizo, de lo que me dijo, de la forma en que intentó controlarme.
Pero verlo así… verlo defenderme con los colmillos y las garras me removió algo que me negaba a nombrar.
No fue hasta que el último cayó —herido, jadeando, huyendo entre las sombras— que Damien se giró hacia mí.
Sus ojos.
No eran solo dorados.
Eran humanos otra vez.
Y sin apartar la mirada, empezó a cambiar. Sus huesos crujieron, su forma se encogió, su piel regresó.
Y ahí estaba él.
Desnudo, cubierto de sangre, jadeando frente a mí como una visión que no debería estar viendo.
Pero no podía mirar a otro lado.
—¿Estás loca? —escupió. Su voz era un gruñido humano. Doloroso. Preocupado. Enfurecido.
Yo retrocedí un paso. Pero no de miedo.
De algo peor: culpa.
—Tenía que salir. No puedo vivir encerrada.
Él avanzó.
—¿Encerrada? ¿Tú crees que esto es una jaula? —me señaló el bosque detrás—. Ahí afuera no hay seguridad. No hay reglas. Los exiliados no respetan nada, ¿entiendes? Ellos habrían...
—¿Qué? ¿Tomado lo que creen que les pertenece? ¿Como tú?
Lo solté sin pensar.
Y su cuerpo se tensó por completo.
Silencio.
Un silencio que dolió más que cualquier grito.
Me agarró del brazo. No con violencia, sino con firmeza. Suficiente para hacerme caminar tras él mientras la tormenta se acercaba, oscura y amenazante en el cielo.
Me llevó hasta una vieja cabaña de vigilancia, escondida entre los árboles.
El interior era rústico, polvoriento, pero tenía una chimenea apagada y un sillón viejo. Apenas entramos, me soltó. Se quitó la chaqueta —a pesar de seguir sin ropa bajo ella— y me la lanzó.
—Póntela. Estás empapada.
Lo hice.
No por él.
Porque temblaba. Porque algo en mí seguía latiendo desbocado.
Nos quedamos en silencio. La lluvia empezó a caer con fuerza sobre el techo.
Y entonces, lo dijo.
—Deberías tener miedo de mí, Brianna.
No fue una amenaza.
Fue una confesión.
Me giré hacia él. Su cabello estaba húmedo, pegado a la frente. Su cuerpo, cubierto por arañazos y sangre. Pero sus ojos… sus ojos solo tenían vacío.
—Lo tengo —dije, sin mentir—. Pero también tengo curiosidad.
Sus pupilas se dilataron. El aire entre nosotros se volvió más espeso.
Nos miramos como si cada palabra que callábamos pudiera incendiar el lugar. Como si ya estuviéramos quemándonos por dentro y solo faltara el último soplo para explotar.
Y en medio de la tormenta, de los gruñidos del bosque, del olor a peligro aún flotando en el ambiente…
Nuestros ojos se encontraron.
Y por un segundo, el mundo entero se detuvo.
No había pasado nada.
Y al mismo tiempo, lo había cambiado todo.
El vínculo latía.
No con cadenas.
Sino como un tambor ancestral que empezaba a marcar el ritmo de algo más grande que nosotros dos.
Y yo no estaba lista para lo que venía.
No si él era el que me iba a encontrar.