El salón de baile de los Delacroix raramente se usaba. Las cortinas de terciopelo burdeos permanecían corridas la mayor parte del tiempo, cubriendo los enormes ventanales que daban al jardín. Los candelabros de cristal colgaban como esqueletos brillantes del techo alto, y el suelo de mármol pulido reflejaba las pocas luces encendidas como un espejo oscuro.
Clara nunca había entrado allí. No había razón para que una institutriz cruzara esas puertas, no había necesidad de que sus pies tocaran ese suelo donde generaciones de aristócratas habían bailado valses y minuetos. Pero esa tarde, cuando Lady Mercy convocó a toda la familia con una sonrisa que prometía problemas, Clara supo que no tendría escapatoria.
—Es importante que las niñas mantengan sus habilidades sociales afiladas —había declarado Lady Mercy durante el almuerzo, su mirada desli