La mañana se desplegaba sobre los jardines de la mansión Delacroix como un lienzo en blanco. El rocío aún perlaba los pétalos de las rosas cuando Clara, con un vestido sencillo de muselina azul pálido, salió al exterior llevando de la mano a la pequeña Sophia. La niña, con su habitual silencio, parecía más animada que de costumbre, sus ojos brillantes recorriendo el paisaje como si cada flor y cada hoja escondieran un secreto que solo ella podía descifrar.
—¿Te gustaría ver los nuevos brotes de lavanda? —preguntó Clara con suavidad, inclinándose hacia la pequeña—. El jardinero me dijo que han florecido antes de tiempo este año.
Sophia asintió con entusiasmo, apretando la mano de Clara con una confianza que hacía que el corazón de la joven se encogiera de ternura. Habían desarrollado un lenguaje propi