El cielo sobre la mansión Delacroix se había oscurecido hasta volverse casi negro. Las nubes, densas y amenazantes, parecían contener toda la furia del mundo. Clara observaba desde la ventana del salón principal cómo los árboles se doblaban bajo el viento implacable, como si fueran simples juncos a merced de una fuerza superior.
—Parece que los dioses están furiosos hoy —murmuró para sí misma, mientras sus dedos trazaban el contorno de las gotas que comenzaban a resbalar por el cristal.
La mansión entera parecía haberse sumido en un silencio expectante, solo interrumpido por el ocasional crujido de la madera antigua y los primeros truenos que retumbaban a lo lejos. Clara sabía que las tormentas en esta región podían ser devastadoras; lo había escuchado de los sirvientes que hablaban en susurros sobre techos arrancados y árboles centenarios derriba