La mañana se deslizaba con parsimonia por los ventanales de la mansión Delacroix. Clara había terminado sus labores con Sophia, quien ahora dibujaba con esmero junto a la ventana del salón. La niña trazaba líneas precisas, deteniendo ocasionalmente su mano para observar el jardín, como si buscara capturar el vuelo de los pájaros que revoloteaban entre los rosales.
Clara se permitió un momento de contemplación. La paz que sentía al observar a Sophia era uno de los pocos consuelos que encontraba en aquella casa donde cada día se sentía más atrapada entre sus sentimientos por Adrian y el peso de su verdadera identidad.
—Señorita Morel —la voz del mayordomo interrumpió sus pensamientos—. Ha llegado correspondencia para usted.
Clara se sobresaltó. Nadie le escribía. Nadie sabía que estaba allí, excepto...