La noche era fría, húmeda, y el viento golpeaba con fuerza los ventanales rotos del edificio abandonado que servía de refugio. Hernán caminaba de un lado a otro, con el rostro cubierto por una capucha oscura y los ojos cansados. Cada paso que daba resonaba como un eco del mismo pensamiento que no dejaba de atormentarlo: Milenne.
Hernán suspiró mirando la luna junto a sus estrellas, era la segunda noche fuera de una celda, la noche anterior los demás hombres que los acompañaron decidieron seguir sus propios caminos, quedando solo David y el.
La ciudad respiraba una calma engañosa; en las callejuelas donde las luces eran pocas y los pasos se confundían con el viento, Hernán y David se movían como sombras que aún no habían decidido a qué amanecer entregarse. La libertad que tenían era nueva, cruda y frágil, un suspiro obtenido a fuerza de sangre y astucia; cualquier movimiento en falso podía convertirla otra vez en barro y rejas.
Estar lejos de la prisión no era sinónimo de estar a