La noche era espesa, cargada con el peso de lo sucedido en el almacén. Alexander llevó a Emilia hasta su mansión, una estructura imponente que contrastaba con la vulnerabilidad de la joven en sus brazos. Su rostro, normalmente sereno y controlado, estaba marcado por una tensión que ni siquiera él podía disimular. Cada paso resonaba con fuerza en los pasillos silenciosos, como un eco de su creciente desasosiego. Era como si cada rincón de su hogar ahora lo enfrentara con una emoción desconocida y perturbadora: el miedo.
Al entrar en una de las habitaciones de huéspedes, Alexander la colocó cuidadosamente sobre la cama. Emilia, semiinconsciente, dejó escapar un quejido apenas audible. Sus labios balbucearon palabras incoherentes que captaron la atención de Alexander, inclinándolo hacia ella, como si esas palabras fueran claves para algo que él había evitado enfrentar.
—Ana... no dejes que se la lleven... por favor...
Alexander frunció el ceño, inclinándose ligeramente para escucharla me