La tenue luz del atardecer se filtraba a través de las gruesas cortinas de la habitación principal de la residencia de Alexander, proyectando un resplandor cálido y suave que se mezclaba con las sombras de los muebles imponentes. Emilia estaba sentada en el borde de la cama, con la mirada fija en la ventana como si buscara respuestas en el horizonte. Sus dedos jugueteaban con los bordes de la venda que cubría una herida en su brazo, una de las pocas marcas visibles que quedaban de los acontecimientos traumáticos de una semana atrás.
Aunque su cuerpo había comenzado a sanar, su mente seguía atrapada en una espiral de culpa y preguntas sin resolver. Además, no ayudaba que Alexander Sidorov la hubiese llevado de vuelta a su residencia privada la noche siguiente a su secuestro y la instalase directamente en su propia habitación.
Casi como una invocación, el rubio entró en la habitación con pasos decididos que resonaron en el silencioso espacio. Su presencia lo llenó todo, como si cada rin