Dante giró el rostro lentamente hacia ella. Sus ojos negros la devoraron con una intensidad salvaje. Y entonces, habló, cada palabra impregnada de una autoridad que helaba la sangre.

—No. No se te permite tomar decisiones en esta unión.

Aquellas palabras fueron suficientes para detener el mundo.

—¿Cómo que no? —susurró Alicia, aún temblando, pero sin apartar la mirada.

—Tú no vas a divorciarte de mí —dijo con voz baja, peligrosa—. Porque tú ya eres mía, Alicia.

Ella intentó soltarse, pero él la sostuvo aún más fuerte. No le hizo daño, pero el dominio en su agarre era innegable. Como si sus dedos marcaran que ella le pertenecía.

—No soy una posesión —espetó ella, la rabia resurgiendo—. ¡No soy un trofeo de tu imperio!

—No —respondió él, acercándose más—. No eres un trofeo. Eres mi mujer. Con mi nombre. Con mi marca.

—¡Te odio! —gritó Alicia, los ojos rojos—. ¡Voy a hacer lo imposible para desaparecer de tu vida!

Dante sonrió. No con burla, sino con algo más oscuro. Más enfermizo.

—Pued