El atardecer tiñó de dorado las paredes de la habitación. Alicia ya podía sentarse en el sofá junto a la ventana, con una manta cubriéndole las piernas y el cabello suelto cayéndole sobre los hombros. Aún lucía frágil, pero en sus ojos había una luz nueva: la de una madre enamorada de su nueva vida.
Dante entró con paso firme pero pausado, cargando en cada brazo a uno de sus hijos. Se le veía casi torpe en su intento por mantener el equilibrio, aunque su expresión era tan concentrada que cualquiera habría jurado que llevaba en brazos los tesoros más valiosos del planeta.
—Están hambrientos nuevamente —anunció con suavidad, aunque una sonrisa orgullosa curvaba sus labios.
Alicia soltó una risa suave, la primera desde que había despertado.
Dante se agachó para colocar con todo cuidado a los gemelos sobre los cojines acolchados, uno a cada lado de Alicia. Luego se sentó frente a ellos, apoyando los codos en las rodillas. Observó en silencio. Estaba tan absorto en el rostro de sus hijos q