La sala de neonatología estaba envuelta en un silencio casi sagrado, interrumpido solo por el suave pitido de los monitores que acompañaban la respiración de los pequeños cuerpos dentro de las incubadoras.
Dante Moretti se detuvo frente a ellas.
Por primera vez en mucho tiempo, el hombre de hielo se mostraba sin armadura.
Con sus manos dentro de los bolsillos del abrigo negro, observaba a través del cristal a sus hijos. Eran tan pequeños… tan frágiles. Más aún de lo que había imaginado.
Tenían los ojos cerrados, las manitas apenas moviéndose en gestos torpes pero vitales. Respiraban con esfuerzo, luchando como lo había hecho su madre. Como lo hacía aún.
Dante tragó saliva con dificultad. Sintió cómo algo se quebraba en su pecho.
—Son tan diminutos… —murmuró, más para sí mismo que para ellos—. Y aún así… son los seres más fuertes que he conocido.
Se acercó un poco más, apoyando una mano contra el cristal. No sabía cuánto tiempo se quedó así, simplemente observándolos. Sintiendo cómo el