Dante colocó con cuidado a la niña en sus brazos con sumo cuidado. Alicia la recibió como si hubiese nacido para ese momento. Como si siempre la hubiera estado esperando, mientras Dante acomoda al pequeño hombrecillo ahora.
—Hola, pequeña —susurró, con la voz quebrada por la emoción Alicia tratando de calmar el llanto de su bebé —. Soy yo… mamá.
La niña, que había estado llorando con un llanto débil pero insistente, se detuvo. Como si reconociera el lugar al que pertenecía. Como si el ritmo del corazón de su madre le recordara el hogar del que había salido.
El silencio que siguió fue sobrecogedor.
Los ojos de Alicia se llenaron de lágrimas, pero no de tristeza. Eran lágrimas de vida. De victoria. De un amor que nacía tan intenso que dolía.
—Se ha callado… —murmuró ella, mirando a Dante con incredulidad y ternura—. Se ha callado porque me reconoció.
Dante apenas podía hablar. Su garganta era un nudo. Solo se acercó, en silencio, y con la reverencia de quien toca algo sagrado, inclinó e