La brisa salada del mar acariciaba suavemente la orilla mientras el sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos naranjas, rosados y dorados. El murmullo de las olas marcaba el ritmo de la tarde, como si el océano mismo susurrara secretos antiguos entre cada vaivén. Alicia caminaba descalza sobre la arena húmeda, con su vestido blanco ondeando al compás del viento. El tejido liviano apenas tocaba su piel, envolviéndola con una delicadeza etérea. Era como si el mar y el cielo se hubieran puesto de acuerdo en iluminarla desde todos los ángulos, haciéndola parecer parte del paisaje, casi irreal.
Dante la esperaba unos pasos más adelante, también vestido de blanco. Su camisa de lino se ajustaba suavemente a su cuerpo, revelando la serenidad de su postura. Cuando la vio acercarse, sus ojos se iluminaron con una ternura profunda, una mezcla de sorpresa, devoción y amor que no necesitaba palabras. No era la primera vez que la veía, pero algo en ese momento —quizá la luz, el entorno,