El trayecto desde la Propiedad Carusso hacia la empresa transcurría en un silencio denso, apenas interrumpido por el leve zumbido del motor y el sonido constante del tráfico. Matteo conducía con la mirada al frente, pero por el rabillo del ojo no dejaba de observar a Dante, quien permanecía sentado en el asiento trasero, con los codos apoyados sobre las rodillas, la mirada fija en el vacío, como si las calles de Milán le revelaran respuestas que aún no encontraba.
Matteo sabía que algo había ocurrido, aquella orden de enviar a Montserrat no venía en vano. Lo había visto en el rostro del jefe desde que lo encontró con los ojos clavados en aquel bolígrafo maldito y los documentos esparcidos sobre el escritorio, además de esta visita. Pero, fiel a su lealtad, no preguntó de inmediato. Solo cuando ya estaban cerca del edificio Moretti, decidió hablar.
—Jefe —dijo con tono medido, sin desviar la vista del camino—, ¿puedo preguntarle algo?
Dante alzó la vista, sacudido apenas de sus pensami