El mar anochecía con una piel gris; el sol todavía no se había decidido por esconderse, pero no tardaría en hacerlo.
El yate modesto cortaba la lámina del agua dejando un camino de espuma que olía a sal y gasolina.
Alma, con el cabello recogido en una trenza apretada, llevaba una mano apoyada en la barriga y la otra aferrada al borde del asiento como si el plástico pudiera prometerle estabilidad.
—No deberías estar aquí —murmuró Valentín, acercándose para cubrirla del spray helado, mientras el motor rugía con la ansiedad de los que huyen—. Te lo digo en serio —añadió, y sus dedos le acomodaron la chaqueta en los hombros con una torpeza protectora.
—Ya te escuché —respondió Alma, sin levantar la voz y clavando la mirada en la línea del horizonte—. Pero esto lo pago yo, lo arriesgo yo y lo voy a contar yo —apretó el borde del asiento, y el plástico le mordió la palma—. No voy a mandar a nadie a mirar por mí.
Enzo, de pie junto al piloto, se volvió solo lo justo para mirarla. —Es un cayo