La sala de la casa de Gino Baggio en las afueras olía a madera vieja y a whisky que prometía ayuda.
Robert el líder Mancini había llegado media hora antes con su sonrisa de funcionario triste. En la mesa había mapas plastificados del condado y un cenicero con colillas que nadie se animaba a vaciar.
—El primer lote llegó —anunció Baggio, acariciándose el mentón con dedos que conocían demasiado bien la matemática del riesgo—. ARs y unos lanzagranadas. Limpio, sin marcas. Bueno creo que nuestra querida Lucia Bellini ya los uso, pobre Tony los estreno. El segundo lote llega mañana, ese sí es grande. —Acomodó el cuerpo hacia adelante—. Necesito hombres de cada uno para los contenedores, además tenemos que abrir lejos del puerto. La policía está como avispero pateado desde hace días.
—Lo que pidas —dijo Robert, levantando apenas la mano con una solemnidad loca—. Pero que nadie brille, ya no estamos para estrenar joyas en el malecón, hay que ser discretos con estos nuevos juguetes.
Alma asin