Al caer la tarde, un camión sin logos se detuvo frente al portón con la calma de quien sabe que trae algo más que simples cajas.
Los guardias lo interceptaron al instante, revisaron el despacho con la precisión de un protocolo bien ensayado.
Valentín salió acompañado de dos de sus hombres, y de pronto el jardín se convirtió en un puerto improvisado, madera clara que reflejaba el último brillo del día, sellos rojos de “FRÁGIL” como advertencias discretas, cuerdas de sisal tensas que se rompían con un chasquido seco. Los tres, sin delegar en nadie, descargaban y comentaban entre risas, como si ese trabajo manual fuera una pausa bienvenida.
—¿Qué pediste? —preguntó Alma desde la entrada, encendiendo las luces del pasillo. Su tono mezclaba curiosidad y una chispa de anticipación.
—Nada grave —dijo él, con media sonrisa—. Un móvil de estrellas que, dicen, hace llorar hasta al padre más terco; una cuna de haya que huele a bosque; un moisés para tu lado de la cama; mantitas suaves… y un sill