El restaurante tenía esa luz que hace parecer confidenciales las conversaciones ajenas.
Mesas pequeñas, manteles que no llegaban al suelo, música italiana bajita como si alguien tarareara desde la cocina.
Isabela entró con paso medido, el costado todavía tirante bajo el vestido negro.
Había elegido el dolor como recordatorio de por qué estaba allí. En la barra, un hombre de hombros rectos y pelo recortado revisaba la carta de vinos sin leerla.
Al mirarla, dejó el papel y la sonrisa le salió como un reflejo de entrenamiento.
—Lucas Medina —dijo él, levantándose un poco, ofreciéndole la mano con una cortesía que olía a reglamento—. ¿Llegué muy temprano o tú algo tarde?
—Isabela —respondió ella, dejando que su palma rozara la de él, percibiendo la piel áspera de los dedos—. Llegaste en tu hora, yo llegue a la mía.
Él rió, bajo, y la invitó a sentarse con un gesto que parecía igual en todos los restaurantes.
—Pensé que no aceptaría