FUEGO

Primero vibró el suelo, no como terremoto sino como trueno atrapado en cemento; luego vino el estallido de vidrio por el ala oeste, después otro por la biblioteca, y enseguida el trallazo de los fusiles doblando el aire, pops secos de alguna metralleta y el crack bronco rebotando desde la calle. Veinte hombres entraron a la calle de la bahía como si el asfalto les perteneciera, avanzaron en abanico, tres pickups y dos motos de apoyo, y abrieron fuego sin aviso.

Las ventanas estallaron hacia adentro, las jardineras saltaron como si fueran de papel, la pared del estudio se llenó de agujeros que dibujaban un mapa sin países.

El reloj del pasillo se calló y la casa dejó de ser casa.

—¡Cubran flancos, nadie se asome! —disparó Enzo la orden, y el eco de su voz se mezcló con el primer fogonazo desde adentro.

La respuesta de los suyos fue disciplinada y breve, ráfagas de contención desde la escalera y el balcón interior; "¡recargo!, ¡bajo!," un hombre arrastró a un herido por el tobillo, otro
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