—Así es —dijo Alma, mirándola a los ojos—. A los hombres como él no los rompen los afectos. Los sostiene el cálculo.
Valentín bajó el volumen y la sala se llenó de un silencio que tenía dientes.
El arma se vio solo un segundo.
Alma lo miró con los ojos en llamas y, antes de que Enzo pudiera avanzar, le puso una mano firme en el pecho y lo contuvo.
—No dispares aún —dijo ella, con una calma que mordía—. Tengo otra idea.
Enzo la miró sin entender al principio.
—Prepara un carro —ordenó Alma hablándole al oído—. Que lleve fuegos artificiales. Mete todo lo que tengas, debajo de los asientos, en la maletera; que no importe si parece que va a derretir el asfalto.
Enzo tragó saliva, asintió y se puso en marcha.
A la hora, regresó con un Toyota Corolla viejo, sucio, sin placas; bajo los asientos y dentro del falso fondo de la maletera había una carga brutal, explosivo plástico, detonadores en cadena y un temporizador reprogramado para activación por radio y respaldo por proximidad.
—No vamos