Miami no era un lugar de paz.
Era un lugar de flashes de cámaras y murmullos tensos que se deslizaban entre los muros del juzgado federal como espectros.
Varias ambulancias estaban apostadas frente al edificio, junto a camionetas blindadas, policías federales armados y un enjambre de periodistas con micrófonos y rostros ansiosos por captar el momento histórico.
Valentín Moretti descendió del vehículo de custodia con las manos esposadas y los ojos cargados de una rabia silenciosa.
Mientras sus zapatos tocaban el pavimento caliente, una tormenta de pensamientos lo atravesaba.
Había perdido amigos, territorio, respeto… y en el proceso, también algo de sí mismo.
Su nombre, antaño temido, hoy era carne de burla para los noticieros.
Pensó en su padre, en sus familiares muertos, en todo lo que había sacrificado por mantener su apellido en la cima del submundo, y ahora, ahí estaba, reducido a un número de caso, observado como una presa herida por una jauría sedienta de sangre.
Su rostro no mo