La noche estaba en calma, como si la ciudad entera hubiera decidido guardar silencio para lo que estaba a punto de suceder.
La puerta de la camioneta negra se abrió con suavidad.
Valentín bajó con paso firme, el cabello bien peinado, las manos en los bolsillos de su pantalón oscuro. Sus zapatos de suela resonaron sobre la piedra del camino. Llevaba una camisa negra medio abierta, como de costumbre con sus cadenas de oro, y en los ojos una mezcla de cansancio y deseo.
Enzo, aún al volante, lo observó de reojo y murmuró para sí, con una sonrisa torcida.
—Bueno… la señorita Rossi está enamorada. No hay duda.
Alma lo esperaba en la entrada de la casa.
Sin tacones, sin maquillaje recargado, sin escudos.
Llevaba un vestido ligero de seda negra que se deslizaba por sus curvas como un susurro.
Bajo la luz cálida del porche, parecía esculpida en fuego.
Cuando Valentín se acercó, no dijo una palabra.
Simplemente la rodeó con los brazos y la besó.
No fue un beso suave.
Fue hambre contenida, rabi