La humedad se aferraba a las paredes de concreto como si intentara penetrar los huesos.
La bodega, escondida entre la zona de los manglares y los contenedores abandonados del viejo puerto, era una mezcla de sombras, olor a sal y combustible, metal oxidado y ruidos amortiguados por el eco del agua lejana. Dentro, las luces tenues de neón proyectaban reflejos inquietantes sobre los rostros tensos de quienes estaban presentes.
Andrea cruzaba los brazos junto a la mesa de radio, atento. A su alrededor, cinco hombres armados se mantenían en silencio, fumando cigarrillos, limpiando pistolas o simplemente observando. Cada uno era un engranaje de una maquinaria letal que acababa de activarse.
Al fondo, la puerta de metal chirrió.
Dos hombres arrastraban un rehén.
Iba cubierto de sangre, jadeando, con el pantalón empapado por el disparo en la pierna.
Sus manos estaban atadas y su rostro, desencajado por lo que sospechaba iba a suceder, era un ejemplo de lo que era terror y resistencia.
Lo tira