El portón eléctrico de la casa de Coconut Grove se abrió con un rugido contenido.
Del otro lado, la mansión emergió entre ceibas y buganvillas como un secreto bien guardado, fachada de piedra coralina, ventanales ahumados, pasillos exteriores que olían a limón y sal.
Seis hombres repartidos en puntos de vigilancia dos en la garita, uno en el techo con binoculares térmicos, otros tres recorriendo el perímetro formaban un collar de ojos alrededor del jardín.
Cámaras giratorias, sensores en el césped, un muro vivo de ficus de cuatro metros.
Fortaleza, pero con alma, un estanque de nenúfares, una pérgola con enredaderas, la piscina rectangular como una lámina de cielo.
Alma y Valentín cruzaron el hall central tomados de la mano.
A cada paso, la casa parecía adaptarse a ellos como si reconociera a sus nuevos dueños, lámparas que se encendían suavemente, música de jazz piano y contrabajo flotando desde los altavoces, y una brisa ligera impregnada de jazmín.
—¿Te gusta? —preguntó él, abriend