Una vela fue encendida en la penumbra. La llama parpadeó tímidamente, como si temiera la magnitud de lo que estaba por iniciar.
En el centro de una antigua iglesia, una mesa larga descansaba bajo el peso simbólico de pequeños santos de yeso, copas de vino tinto espeso, pañuelos blancos doblados con precisión, y un cuchillo antiguo con mango de marfil.
El silencio era denso.
La atmósfera, solemne.
A la par de la preparación, la cámara de la vida se movía en fragmentos.
Alma Rossi se enfundaba un vestido negro de tela opaca, ajustado al cuerpo, ceremonial. Frente al espejo, sus ojos parecían más claros, como si la oscuridad del atuendo destacara su decisión inquebrantable.
Valentín Moretti cargaba un arma en silencio.
Revisaba el cargador.
La dejaba a un lado, como quien reconoce que esa noche la guerra era simbólica, pero no menos real.
Enzo descendía de una camioneta blindada con una caja entallada en oro. La sostenía como si llevara el corazón de un dios.
Hombres vestidos de trajes n