Dos días después, la ciudad amaneció con traje oscuro.
El cielo sobre el cementerio estaba tan claro que lastimaba; el sol rebotaba en las lápidas como si también quisiera mirar.
Un murmullo de rezos, pasos sobre grava, el zumbido lejano de la bahía.
El velorio de Andreas parecía contener a toda su historia en un rectángulo de pasto, coronas blancas, un retrato suyo con la corbata mal anudada como siempre y un grupo de hombres que no sabían dónde poner las manos porque se les había muerto el tipo que siempre les decía dónde ponerlas.
Alma llegó al último momento, escoltada por cuatro sombras que abrieron un pasillo de aire entre la gente.
Bajó del auto con las gafas grandes, el cabello recogido, un vestido sencillo que no pedía permiso. Caminó hasta el borde de la fosa y se quedó allí, de pie, sin tocar a nadie, con la espalda recta como si alguien le sostuviera la columna desde atrás.
No lloró al principio; la cara se le había quedado en pausa, como si el llanto no supiera si tenía p