La sala se llenó en algunos minutos, Margot con la mandíbula tan apretada que parecía morderse los dientes; Enzo con las manos inmóviles, dedos tensos sobre el respaldo de una silla; Michelangelo sudando un poco, como si al cuerpo se le escapara una culpa que él no había procesado; Mateo, ojos encendidos; dos más, callados, con la mirada en la puerta como si el enemigo fuera tan educado de entrar tocando.
—¿Quién? —preguntó Alma, ya seca, con la voz de quien siempre busca una forma antes de buscar una venganza.
—Nadie sabe —dijo Enzo—. Demasiado limpio. Sin cámaras cerca, lo dejaron donde lo verían. Como mensaje, Lazarte, tal vez, albaneses. O… —miró el suelo, incómodo— …o el Estado.
Un segundo de silencio se comió la habitación como una boca grande.
Alma cerró los ojos y vio a Andreas de pie junto a una puerta, recibiéndola con un chiste malo y un consejo bueno, preguntándole si había comido, recordándole que “las guerras se ganan con azúcar en la sangre”.
Vio su chaqueta de siempre,