La noche del regaño del médico no tuvo horas, tuvo bordes.
Alma se quedó en la cama mirando el techo como si fuera una losa de hielo agrietándose, y cada crujido era un recuerdo.
Valentín en prisión, Ulrich con una sábana, la viuda en un hotel con nombre de pájaro, Valentín diciendo “haz algo” con la voz de alguien que no debe pedir.
A cada giro, el bebé pateaba como si quisiera corregirle el rumbo.
A las cinco, cuando la ciudad todavía respiraba por la boca, tomó una decisión que le cortó algo adentro, irse.
A las ocho pidió un permiso de visita.
A las nueve y cuarto, cruzó el pasillo gris de la comisaría con el abrigo en los hombros, aunque hacía calor.
La sala olía a cloro y café recalentado.
Valentín llegó con la sombra de la barba y la dignidad intacta, las muñecas un poco marcadas, el pómulo ya amarillo viejo. La miró como se mira a alguien que trae el invierno metido en el pecho.
—Me voy —dijo Alma antes de sentarse, porque la palabra iba a salir igual, aunque esperara—. Un tie