El sol comenzaba a descender lentamente, tiñendo el cielo de tonos cálidos que oscilaban entre el ámbar y el coral. Las hojas de los árboles danzaban al ritmo de una brisa suave, y la ciudad, por una vez, parecía respirar con nosotros.
Mi mano estaba entrelazada con la de Santiago mientras empujábamos la carriola por el sendero del parque. Nuestro hijo dormía plácidamente bajo la sombrilla, con los párpados cerrados como si el mundo no pudiera tocarlo. La paz de su sueño era contagiosa. Me sentía ligera. Casi flotando.
Santiago me miró de reojo, sonriendo con esa dulzura que solo me mostraba a mí. Esa que no tenía nada que ver con su postura firme de empresario, sino con el hombre que había aprendido a amar con cada parte de mi alma.