La sangre marcaba un rastro como un camino hacia el infierno.
Julián, herido, tambaleante, pero aún impulsado por una furia brutal, se abría paso entre los escombros, dejando manchas rojas a cada paso que daba. El eco de las sirenas, los gritos de los agentes del orden y el crujido de los disparos le perforaban los oídos, pero nada podía distraerlo de su único objetivo: sobrevivir.
Y vengarse.
Santiago lo vio alejarse, su figura encorvada apenas visible bajo la luz intermitente de las farolas rotas. Sin pensarlo, sin dudar, corrió tras él.
—¡Santiago! —gritó Sofía, su voz desesperada, pero él ya no escuchaba.