El silencio en el escondite de Julián era espeso como el humo después de un incendio. La habitación estaba iluminada apenas por una bombilla sucia que parpadeaba sobre sus cabezas, proyectando sombras deformes en las paredes agrietadas. Julián caminaba de un lado a otro como un león enjaulado, su presencia dominando el espacio con una violencia apenas contenida.
Leo estaba sentado en una vieja silla de metal, su cuerpo rígido, el corazón retumbando en su pecho. Cada palabra de Julián se le clavaba en la piel como alfileres invisibles.
—Esta noche —dijo Julián, su voz áspera como papel de lija—, terminaremos lo que empezó hace años. Sofía, Santiago… toda su farsa de familia feliz se derrumbará.