El cielo sobre la ciudad estaba despejado, despeinando estrellas sobre un firmamento azul medianoche, como si incluso el universo supiera que necesitábamos esa noche. Solo nosotros. Sin despertadores ni alarmas de llanto, sin leche tibia ni pañales a medio cerrar. Una pausa, tan merecida como temida.
Santiago me tomó de la mano mientras caminábamos por las aceras iluminadas del centro, rumbo a ese pequeño restaurante que, años atrás, marcó el comienzo de todo. Era como volver a una escena congelada en el tiempo. Las luces cálidas en los faroles. El sonido tenue del violín callejero que siempre parecía tocar la melodía precisa. Y ese olor a pan horneado, al vino tinto, al amor naciendo en lo cotidiano.
—¿Est&aacut