Capítulo 3

El bar estaba lleno esa noche, más de lo que Savannah podía tolerar. El aire era pesado, espeso con humo de cigarrillo y risas, y el suelo pegajoso por los vasos derramados. Ella llevaba horas corriendo de mesa en mesa, con la espalda empapada de sudor y los pies ardiendo dentro de unos zapatos baratos que habían dejado de ser cómodos hacía mucho tiempo. Cada bandeja que cargaba pesaba más que la anterior, y cada sonrisa forzada le consumía un pedazo de energía.

Lo que no esperaba era verlo a él de nuevo. Un hombre con esa presencia y con tanto poder —porque se notaba a leguas que lo tenía—, no era común que frecuentara sitios como ese, bares de mala muerte donde incluso el aire acondicionado ni siquiera funcionaba.

Estaba sentado en la misma mesa oscura del rincón, como si fuera dueño del lugar. Su traje impecable parecía desentonar con la vulgaridad del sitio, y sus ojos, esos ojos profundos y calculadores, la siguieron apenas entró en su rango de visión. No necesitó hablar para llamar su atención; su sola presencia la desestabilizaba. Savannah sintió cómo un escalofrío le recorría la piel bajo la tela barata de su uniforme, había algo en su mirada que la ponía muy nerviosa.

—Savannah —la voz de su jefe la hizo acercarse a la barra—, el de la mesa tres quiere hablar contigo.

Ella no necesitó preguntar quién era para saber qué hombre era. Su estómago se contrajo de inmediato. Tomó aire, como si se preparara para subir a un escenario, y caminó hasta él. Cada paso era una lucha entre sus ganas de girar sobre los talones y desaparecer y la certeza de que huir solo lo provocaría más.

—Buenas noches, ¿qué desea? —preguntó en cuanto estuvo frente a él, con fastidio y altanería.

Massimo dejó el vaso de whisky sobre la mesa con un movimiento lento, como si saboreara la tensión de ella.

—Que te sientes —ordenó.

Savannah apretó la bandeja contra su pecho, resistiendo el impulso de obedecer.

—Estoy trabajando —replicó con sequedad—, no nos sentamos con clientes a conversar, esto no es un café.

Él sonrió de lado, ese gesto cargado de arrogancia que la irritaba tanto como la inquietaba.

—Cinco minutos, nena. No se va a caer el mundo porque descanses un poco.

Finalmente, y más para que no armara un espectáculo que por otra cosa, Savannah se dejó caer frente a él. Sus dedos se retorcían en el borde de la bandeja, inquieta, irritada y deseando irse cuanto antes.

—Dígalo rápido, ¿qué es lo que quiere? —murmuró.

Massimo inclinó la cabeza, estudiándola como un cazador mide a su presa antes de dar el zarpazo. Después, metió la mano en el bolsillo interior de su saco y colocó sobre la mesa un sobre grueso. No hizo falta abrirlo para intuir que estaba lleno de billetes

Savannah se quedó paralizada, la furia llegando a su rostro que enrojeció a más no poder.

—Aquí tienes cien mil dólares en efectivo —dijo él, como quien comenta algo trivial—. Solo por una noche conmigo.

La sangre se le heló. El murmullo del bar desapareció de sus oídos, reducido a un zumbido lejano. Sintió que todo su cuerpo se endurecía ante aquella propuesta obscena e indecente.

—¿Cree que puede comprarme? —logró decir al fin, con la voz quebrada pero firme.

Massimo apoyó un codo en la mesa, inclinándose hacia ella con un aire depredador.

—No lo creo, lo sé. Todos tienen un precio, Savannah. El tuyo solo necesito descubrirlo y pagaré por ello.

Ella lo miró, furiosa, dolida, humillada. Recordó las cuentas sin pagar, los medicamentos de su hijo, la nevera vacía. El sobre frente a ella era la solución a todo, pero también era una condena que no quería cargar a cuestas. Aún le quedaba dignidad, con un sueldo mediocre y con más deudas de lo que ganaba en una noche, pero sus valores seguirían intactos hasta el fin de sus días.

—Guárdese su dinero por donde no le da el sol —escupió, empujando el sobre hacia él con un golpe seco—. No soy una mercancía, señor.

Massimo no se molestó en recogerlo. La observó con calma, con una paciencia que le hirvió la sangre.

—Eres más terca de lo que pensaba —dijo, casi con diversión—. Me gusta.

Savannah se levantó de golpe. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía que todos podían oírlo.

—No se me vuelva a acercar por ningún motivo, ¿entiende? —le advirtió, temblando de rabia—. A la próxima, no dudaré en darle  una patada en los huevos a como siga acosándome.

Él levantó el vaso otra vez, indiferente, como si no le afectara su rechazo. Pero cuando Savannah dio media vuelta, su voz resonó con una gravedad que la obligó a detenerse.

—Recuerda lo que te dije, nena. Todos tienen un precio, y tarde o temprano, encontraré el tuyo.

Savannah cerró los ojos un instante, mordiéndose el labio para no responder. No quería darle la satisfacción de verla alterada.

Caminó hacia la barra con pasos rápidos, sin mirar atrás, ardiendo de furia y queriendo golpear a ese sujeto tan descarado, pero ella sabía que ese hombre no aceptaría rechazos ni negaciones, y eso no le agradaba en lo absoluto. Le incomodaba, ese hombre tenía un aspecto muy áspero por más atractivo que fuera, pero esa forma de mirarla no le gustaba. Esos ojos grises y profundos no disimulaban la peligrosidad de ese desconocido que se había ensañado con ella.

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