Mundo ficciónIniciar sesiónLa lluvia golpeaba contra los vidrios del pequeño apartamento como si quisiera atravesarlos cuando Savannah atravesó la puerta, colgó la chaqueta húmeda en la silla más cercana, dejó caer el bolso en el sofá y suspiró hondo. Sus músculos protestaban de cansancio y dolor, cada paso era un recordatorio del turno interminable en el bar.
Pero en cuanto escuchó la voz de Mateo, su pequeño, el cansancio se desvaneció como humo. —¡Mami! —gritó el niño corriendo hacia ella, con los brazos abiertos. Savannah se agachó para atraparlo contra su pecho. El aroma a jabón infantil y la calidez de ese pequeño cuerpo la envolvieron. Mateo era su todo, su razón de ser, su motor: su vida entera resumida en un par de ojitos marrones y una sonrisa que no conocía la maldad. —¿Cómo estuvo tu día con la señora Elena? —preguntó Savannah, acariciándole el cabello castaño con ternura. —Muy bien, pero te extrañé mucho. Mira lo que dibujé —dijo él, sacando un papel arrugado de la mesa. Su hijo había hecho un dibujo para ella, como cada tarde, sus trazos eran torpes y estaba lleno de colores, pero siempre causaba el mismo efecto en ella: un sol, una casa torcida y tres figuras tomadas de la mano. Savannah tragó saliva, siempre dibujaba tres, no dos. —¿Y quién es este? —preguntó, señalando la figura alta que Mateo había puesto al lado de ellos. Sabía quién era, pero necesitaba hacer lo posible para que su hijo entendiera que había familia de dos, que, en algunas ocasiones, no había una figura paterna. Pero Mateo solo externaba su deseo de tener un padre como todos sus compañeritos de clases. El niño se encogió de hombros, con esa inocencia que partía el alma. —Un señor, pensé que podía ser mi papá. Savannah sintió un frío recorrerle la espalda, aun así le dio una sonrisa a su hijo. Ese tema era delicado, nunca terminaba bien y ella no sabía qué decirle para no romperle el corazón. —Pero no cualquier señor puede ser tu papá, cielo —dijo con suavidad, aunque el nudo en su garganta la estaba asfixiando. —Lo sé, pero tú no sales con nadie. —Eso es porque estoy muy ocupada trabajando, cariño, y si saliera con alguien, eso no quiere decir que esa persona sea tu papá. Mateo asintió distraído y corrió hacia el sofá para encender la televisión. Savannah lo observó, con esa mezcla de ternura y miedo que la acompañaba desde que se convirtió en madre. Había aprendido a vivir con poco, a resistir, a ser fuerte porque no tenía otra opción. Pero en lo más profundo de su ser una sombra se colaba en su mente. El padre de Mateo había sido su gran amor, una ilusión que creyó iría más allá de los tantos sueños que tuvo, pero, en cuanto supo que estaba embarazada, él simplemente se fue, dejándola sola y con el corazón hecho pedazos. Desde entonces se había cerrado a toda posibilidad y había volcado todo su mundo en sacar adelante a su pequeño hijo. Si ese hombre no tenía el valor para enfrentarse a una pequeña e inocente vida que él también creo, no merecía que su hijo lo nombrara o preguntara por él. Pero con el tiempo, cuando Mateo empezó a crecer y a entender mucho más de su entorno y vida, no dejaba de desear un padre. Sacudió la cabeza, no podía permitirse pensar en él. Ese hombre aún era una herida abierta en su corazón, una cicatriz que manaba dolor y le recordaba lo tonta que había sido. Lo único hermoso que él le dejó fue a Mateo y era por su hijo que no lo odiaba por completo. Se cambió de ropa, se puso un pijama viejo y preparó la cena: arroz con un poco de pollo desmenuzado y tajadas de plátano. Era lo único que tenía en la alacena luego de pagar las cuentas y el alquiler. Se sentó con Mateo en la mesa, escuchando cómo él le contaba su día con entusiasmo, como si cada detalle fuera una gran aventura, y ella sonreía de verlo inocente y feliz con su vida, porque él no entendía la situación tan deplorable en la que estaban y no tenía ninguna preocupación. Después de comer, lo instó a darse un baño y acostarlo. Ya dormido, Savannah permaneció sentada en el sofá, mirando el techo y pensando en su situación, de que debía conseguir otro empleo lo más pronto posible. Era consciente de que no podían seguir así, que su hijo no merecía vivir en esas condiciones tan precarias, pero ya no sabía qué hacer para conseguir un buen empleo donde la paga fuera buena y no tuviera que sacrificarse tanto ni doblar turnos. Permaneció allí a oscuras, se abrazó a sí misma y dejó que el silencio la envolviera hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas y toda esa fortaleza que demostraba día a día, se quebró en cuestión de segundos. Lloró de impotencia, por no poder ser suficiente para su hijo, por no poder darle la vida que él merecía. Ella no pedía lujos ni excentricidades, lo único que deseaba era que su pequeño tuviera una vida digna y que no tuviera que pasar por tantas necesidades. Lloró porque la vida era injusta y porque Dios parecía no escuchar sus rezos. Dos golpes suaves en la puerta la hicieron suspirar. Se limpió las lágrimas, se acomodó la camisa de pijama mullida y se acercó a la puerta, dándole una ojeada a la mirilla. El pasillo estaba vacío y oscuro, no había nadie, solo un sobre estaba en el suelo, sin remitente, sin huellas de quién lo había dejado. Abrió la puerta y lo tomó con cautela, dentro había una única hoja con letras elegantes y firmes, junto a un cajón enorme de billetes que la dejaron sorprendida. «Sé que lo necesitas, no lo tires. M.B.». Frunció el ceño y sus manos temblaron. Se apoyó contra la pared, con la respiración acelerada y miró lado a lado, pero allí no había nadie más que ella. No sabía a quién pertenecían esas iniciales, pero debía agradecer a quien fuera y así fuera por equivocación, ese dinero que, aunque no sabía si debía usarlo, lo necesitaba tanto para los gastos de su hijo, pagar renta y demás cosas, pero una parte de sí le decía que no tocara ni un solo billete de los que estaban ahí.






