Mundo ficciónIniciar sesiónLos viernes siempre eran pesados, era el inicio de fines de semana largos, tediosos, donde tenía que soportar de todo lo malo y asqueroso del mundo nocturno, pero esa noche en particular el bullicio parecía multiplicarse en cada rincón: vasos chocando, risas estridentes, música que cambiaba de ritmo con brusquedad. Savannah, con el delantal empapado y el cabello pegado a la frente, se movía como una máquina bien entrenada de un lado a otro sin derecho a tomarse un respiro.
Entre mesa y mesa apenas tenía tiempo para maldecir y refunfuñar entre dientes por tener tan mala suerte y ser el blanco de un tipo que no aceptaba un no por respuesta. Cada tanto alzaba la mirada hacia la esquina más oscura del local, solo para encontrarse con unos ojos grises que la devoraban sin escrúpulos y sin disimular sus intenciones con ella. Él estaba ahí, otra vez. Ese tipo parecía una sombra que no había dejado de asistir al bar cada día las últimas dos semanas. Aunque quería hacer de cuenta que él no existía, su presencia era imposible de ignorar. Ocupaba siempre el mismo lugar: un sillón de cuero desgastado junto a la pared, medio escondido, como si disfrutara observar sin ser observado. No bebía mucho, apenas un vaso de whisky que parecía eterno en su mano y de vez en cuando fumaba un cigarro calmando su necesidad. Lo que lo mantenía inmóvil no era la bebida ni la nicotina, sino ella. Y Savannah lo sabía, lo sentía en la piel. Cada movimiento que hacía era seguido por esos ojos oscuros y penetrantes que la desnudaban sin pedir permiso. Había intentado convencerse de que era imaginación suya, que un hombre como él no podía estar interesado en una mujer como ella: con sus curvas marcadas, su cansancio a cuestas y las ojeras que el maquillaje apenas lograba disimular. Pero entonces giraba, y lo encontraba viéndola con una intensidad que le hacía arder la sangre.. —Savannah, mesa seis pide otra ronda de cervezas —la voz de Marta, su compañera, la sacó de sus pensamientos. —Voy —respondió sin entusiasmo, agarrando las botellas y avanzando hacia la mesa. Pero el camino la obligaba a pasar cerca de Massimo. Ella bajó la vista, intentando no tropezar con el magnetismo que exudaba y la hacía mirar hacia él aunque no quisiera. Aun así, sintió cómo su cuerpo reaccionaba: el corazón acelerado, las manos sudorosas, la garganta seca. Cuando estuvo cerca de su mesa, la voz grave de él la detuvo de golpe. —Savannah. Ella se giró de inmediato, con las mejillas encendidas y el corazón desbocado. No le agradaba que él supiera su nombre y que siguiera asistiendo a su lugar de trabajo solo para incordiarla. —¿Qué quiere? —preguntó, sin poder ocultar la incomodidad en irritación que le causaba su presencia. Massimo se inclinó apenas hacia adelante. La luz tenue delineó sus facciones duras, elegantes y peligrosas. —Que dejes de huir de mí. Savannah apretó los labios con fuerza, cansada de ese hombre que ya había cruzado la línea de acoso. —No tengo de qué huir. Él sonrió, pero no fue una sonrisa amable. Era la de un depredador paciente. —Claro que sí, huyes de lo que ya sabes que quieres. El calor le subió a la cara como fuego. Lo odió por hacerla sentir expuesta y vulnerable, por creerse con el derecho de venir a faltarle el respeto con sus proposiciones indecentes. —Usted está equivocado —replicó con firmeza, retomando el paso, pero él se levantó. No recordaba haberlo visto antes abandonar esa esquina, pero esa noche lo hizo. Caminó despacio detrás de ella, hasta alcanzarla junto al pasillo que llevaba al almacén. Savannah se giró de golpe, dispuesta a frenarlo. —No puede seguir acosándome —escupió en voz baja, con rabia contenida—. No soy una de esas mujeres que se venden por unas copas, un par de billetes y una sonrisa. Massimo la observó en silencio durante un instante eterno. Luego se acercó un poco más, lo suficiente para que el aire entre ellos se llenara de tensión. —Lo sé, y por eso te quiero para mí. El corazón de Savannah se desbocó. Quiso responder, gritar, reírse de lo absurdo de esa declaración, pero se quedó muda. La sola palabra “quiero” resonaba en su interior como un tambor. Él alzó la mano y, sin tocarla, rozó con el dedo el aire a la altura de su mejilla, como si estuviera dibujando su silueta invisible. »Una mujer como tú no se olvida aunque lo intentes. Savannah dio un paso atrás, temblando, obligándose a reaccionar. —Está loco. Massimo dejó caer la mano y volvió a esa calma inquietante. —Loco es el que cree que puede escapar de lo inevitable. Ella no esperó más, giró sobre los talones y regresó al salón con el corazón retumbando en las costillas. Se obligó a sonreír a los clientes, a fingir normalidad, pero lo único que sentía era el peso de su mirada en la espalda. Toda la noche fue así: cada paso, cada palabra, cada bandeja que cargaba estaba atravesada por esa presencia constante, esa sombra que se negaba a desaparecer de su vida. Una parte de sí sentía miedo de tanta insistencia, la otra —una mínima que detestaba—, la hacía sentir curiosidad por ese hombre, de saber si era una broma o si de verdad estaba interesado en ella. Cuando su turno terminó y Savannah salió al callejón trasero para tomar aire, lo vio de nuevo. Apoyado en su coche negro, esperándola como si fuera dueño de su tiempo. Ella se detuvo en seco, con las llaves apretadas en la mano como un arma. —Déjeme en paz —dijo con voz firme, aunque el miedo le hacía temblar las piernas—. Si no se va, llamaré a la policía. Massimo encendió un cigarrillo con calma y la miró entre la penumbra. —No voy a hacerte daño, Savannah. Pero tampoco voy a dejarte ir. El humo se elevó lento, mezclándose con la humedad de la noche. Savannah tragó saliva, sintiendo un escalofrío recorrerle el cuerpo. Sabía que esa no era una amenaza vacía, era una promesa. —Primero, no me tienes y nunca me tendrás; segundo, no me interesa un hombre con ínfulas de macho alfa y que se cree que puede venir a decirme dos palabras bonitas para que caiga rendida a sus pies. Entienda de una vez por todas que no me interesa salir con usted ni a la vuelta de la esquina, señor —indignada y con la barbilla en lo alto, ajustó la correa de su bolso y siguió su camino, cruzando por el lado de Massimo que solo sonrió mientras fumaba y la observaba alejarse de él. —Mai dire mai, tesoro. Prima o poi sarai mia...






