Finalmente, después de lo que le pareció una eternidad, una enfermera se acercó a Savannah con una expresión suave pero firme.
—Señora Bennett, puede entrar a ver a su hijo —dijo, abriendo la puerta de la sala de recuperación, haciéndola poner de pie al instante—. Pero recuerde, aún está débil y necesitará reposo.
Savannah tragó saliva, su corazón latiendo con una fuerza descomunal. Sus piernas temblaban, pero avanzó, sintiendo que cada paso la acercaba al milagro que había esperado durante toda la noche.
La habitación donde tenían a su hijo estaba iluminada con una luz tenue, la de las máquinas que mantenían vigilados los signos vitales de Mateo. Allí estaba él, tan pequeño, tan frágil, conectado a cables y tubos, pero respirando con firmeza, luchando por sobrevivir. Su piel pálida contrastaba con la vitalidad que irradiaba su pequeño pecho al subir y bajar con cada respiración. Una venda le cubría la cabeza a vuelta y redonda.
El llanto que había contenido durante horas se desbordó