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Savannah apenas podía sostenerse en la silla dura del hospital en la que estaba sentada. La noche se había extendido como un abismo interminable, y cada minuto que pasaba la hacía sentir que su corazón se rompía un poquito más. Afuera, la ciudad dormía indiferente, ajena al mundo que se desmoronaba a su alrededor, mientras ella permanecía pegada a la puerta de la sala de operaciones, con los ojos fijos en el corredor vacío y la mente atrapada en un torbellino de pensamientos que parecían no tener fin.
El sobre con el dinero seguía en sus manos, como un recordatorio frío de lo que había aceptado para salvar a su hijo. La palabra “acepto” resonaba en su cabeza una y otra vez, amarga, venenosa, pero ineludible. Había vendido algo de sí misma, algo que no podría recuperar, y lo había hecho sin entender del todo lo que eso significaba y sabiendo que no tenía ninguna otra salida.
Cada sonido del hospital le hacía saltar el corazón: el timbre lejano de una máquina, los pasos apurados de