El silencio tiene su propio lenguaje. Lo aprendí en la universidad, cuando estudiaba los patrones de comportamiento de asesinos seriales. Lo que no dicen revela más que sus palabras. Ahora, sentada en esta habitación llena de hombres armados, reconozco ese mismo silencio cargado de muerte.
La mansión de Elías se ha convertido en un búnker. Desde el ataque a uno de sus cargamentos hace tres días, la paranoia se respira como el humo de los cigarros que estos hombres encienden uno tras otro. Observo sus rostros mientras discuten estrategias. Algunos me miran con desprecio, otros con curiosidad, pero todos se preguntan qué hago yo aquí.
Lo mismo me pregunto.
Elías preside la reunión desde la cabecera de la mesa de caoba. Su rostro es una máscara impenetrable, pero sus ojos... sus ojos son otro asunto. Hay una tormenta gestándose en ellos.
—Julián ha cruzado la línea —dice Elías, su voz controlada pero cargada de veneno—. Primero el cargamento, luego el ataque a la casa de seguridad en Sin