La sangre me hervía mientras la arrastraba por el pasillo de la hacienda. Mis hombres bajaban la mirada cuando pasábamos, sabiendo que no era momento de intervenir. Camila forcejeaba, pero mi agarre en su brazo era implacable. La furia me cegaba tanto que apenas sentía sus golpes en mi espalda.
—¡Suéltame, animal! —gritó cuando cerré de un portazo la puerta de mi despacho.
La solté con un empujón que la hizo trastabillar. Sus ojos ardían con un fuego que rivalizaba con el mío. Tenía el labio partido y un moretón formándose en la mejilla, secuelas del rescate. Pero seguía erguida, desafiante.
—¿Qué mierda hacías con Julián? —escupí las palabras como veneno—. ¿Cuánto tiempo llevas traicionándome?
Camila se rio, una risa amarga que me descolocó.
—¿Traicionándote? ¿A ti? —Se acercó un paso—. No puedo traicionar lo que nunca he jurado proteger, Elías.
—Eres mi esposa.
—Soy tu prisionera. —Su voz era hielo puro—. Y para que lo sepas, no estaba con Julián por elección. Me secuestró cuando sa