Mientras decía eso, Eduardo bajaba la escalera de la mano de Diana, acompañado de Luna y del doctor Rangel. Luna llevaba en brazos al bebé de Natalia, que había despertado y ya buscaba los brazos de su madre.
—Gracias, joven, por salvar a mi princesita —dijo Eduardo con una voz cargada de emoción—. No tengo palabras para agradecerte. De mi parte, siempre tendrás mi eterna gratitud. Al fin y al cabo, mis hijos son lo más importante en mi vida. Y, por favor, perdóname por todo lo que te dije anteriormente.
Apretó la mano de Gabriel con firmeza, mientras sonreía a sus hijos con esa sonrisa paternal que todos conocían.
—No necesita disculparse ni agradecerme, señor —respondió Gabriel con una sonrisa humilde—. No hice más que mi obligación. ¿Y cómo está su hija?
Eduardo miró al doctor Rangel, que respondió:
—Bien, la señorita Miriã ahora solo necesita un poco de descanso. Por increíble que parezca, sus reflejos están excelentes para alguien que se golpeó tan fuerte en la cabeza. Sin e