—Apendicitis, es eso. La apendicitis también puede doler horrible —dijo Javier, calmado.
—El médico te puso una inyección para desinflamar; cuando baje la inflamación, vas a estar bien.
Lo miré fijamente, sin parpadear, aunque por dentro sentía que algo no me cuadraba.
Si era solo apendicitis, ¿por qué había puesto esa cara tan extraña hace un momento?
Javier me acarició la cabeza y sonrió:
—Ya, deja de pensar tonterías. No tienes nada malo, es una apendicitis ligera.
—¿De verdad?
—¡De verdad!
Cuando lo vi tan seguro, decidí no darle más vueltas.
Aunque, en el fondo, sentí un poco de desilusión.
Pensé que quizá estaba embarazada.
Todavía me dolía la cabeza, pesada y aturdida.
Me froté la frente y, de la nada, recordé lo que pasó ayer.
El corazón me dio un vuelco.
¡Cierto, Mateo!
Vine al hospital sin avisarle.
No regresé en toda la noche; seguro estaba desesperado.
Me puse a buscar mi celular rápido.
Cuando me vio, Javier me lo pasó enseguida:
—Pensé que cuando despertaras lo ibas a bus