Mi cara, mis manos y mis pies ya casi no sentían nada del frío.
No sé cuánto tiempo estuve caminando, pero al fin llegué a la farmacia.
El dueño me miró, sorprendido, y enseguida me ofreció un vaso de agua caliente:
—Hace frío afuera, ¿por qué vienes en sandalias?
Agarré el vaso, y el calor que se filtraba a través de las palmas me devolvió algo de sensibilidad en las manos.
Me froté mi cara casi entumecida y le sonreí:
—Salí con prisa. Se me olvidó cambiarme.
Hice una pausa y le pedí:
—¿Me da dos cajas de analgésicos, por favor?
—Claro, enseguida.
El dueño me trajo las dos cajas y las colocó en una bolsa.
Pagué y, cuando me disponía a salir, él me detuvo:
—Está nevando bastante. ¿Por qué no esperas a que pase? Aquí adentro hay calefacción.
—No, gracias —le respondí, sonriendo un poco.
—Alguien está esperando que le lleve el medicamento, es urgente.
Al salir, escuché al dueño murmurar detrás de mí:
—Con tanta urgencia... ¿cómo se les ocurre mandarte sola a estas horas y con este clima